Los ojos de Shichisaburo se encendieron en reflejo de la excitación de su señor. Para prolongar su placer, hizo una pausa dramática en su ropa interior blanca. Después se retiró la prenda de los hombros y dejó que cayera al suelo. Extendió los brazos en ademán de triunfo, exhibiéndose a la inspección de Yanagisawa. Éste contuvo el aliento; le dio un vuelco el corazón.
El pecho de Shichisaburo estaba surcado de tajos en carne viva. Recientes y sin curar, los cortes lucían rojos, cubiertos de sangre oscura, destacados contra su piel suave y hermosa.
El más cruel le seccionaba el pezón izquierdo. Otro bajaba por su ombligo hasta el taparrabos. Parecía la víctima de un ataque salvaje.
– ¡Lo he hecho por vos, mi señor! -exclamó Shichisaburo-. Para mostraros que estoy dispuesto a soportar el dolor y los sufrimientos por vos.
La automutilación ritual, ejecutada con dagas o espadas, era una ancestral práctica mediante la cual los amantes samurái se demostraban lealtad y devoción. En consecuencia, la acción de Shichisaburo no sorprendía del todo a Yanagisawa, ahora que se había sobrepuesto al desconcierto inicial. Divertido por las ansias del chico por complacer, se rió.
– Has hecho bien -dijo.
Shichisaburo se arrodilló. Tomó la mano del chambelán Yanagisawa y la apretó contra la herida de su pecho. Su piel desprendía un calor febril.
– Con mi sangre, hago juramento de mi amor eterno por vos, mi señor -susurró.
Sus ojos ardían de pasión: pasión sincera y auténtica. A Yanagisawa se le murió la risa en la garganta.
– Lo dices en serio, ¿verdad? -musitó anonadado. Algo tembló en las profundidades de su interior, como la tierra durante un terremoto-. Todo lo que dices de tus sentimientos por mí, todo, es verdad. No estás actuando. ¡Lo dices de corazón!
El chico asintió.
– Al principio actuaba -reconoció-. Luego acabé por amaros. -Su sonrisa estaba cargada de afecto anhelante-. Sois tan bello y tan fuerte, tan inteligente y poderoso. Sois todo lo que quiero, todo lo que podría desear ser. ¡Haría cualquier cosa por vos!
Un torrente de emociones inundó a Yanagisawa. La primera fue incredulidad de que alguien hiciera tamaño gesto de sacrificio por él. Lo asaltó un vívido recuerdo. El día que había accedido al cargo de chambelán había organizado una fastuosa celebración en el castillo de Edo, con música, bailarines, entremeses de kabuki, el mejor sake y los manjares más deliciosos. Todos los invitados varones eran subordinados en busca de favores. Todas las mujeres eran cortesanas compradas con su nueva riqueza. Ni familia -seguía distanciado de ellos- ni amigos: no tenía. Lo único que les importaba a los invitados con los que compartió su celebración era el poder que ejercía. Rodeado de sonrisas y felicitaciones hipócritas, Yanagisawa había experimentado una sensación de completo vacío.
Ahora aquel mismo vacío se abría en un abismo inconmensurable desde el que aullaba la voz de su alma para exigir el amor que tanto ansiaba pero que jamás había conocido. Se le saltaban las lágrimas, lágrimas que creía agotadas en el funeral de su hermano, pero que se habían acumulado en un vasto embalse de soledad. La ofrenda de Shichisaburo lo conmovía en lo más íntimo de su alma. Sentía deseos de abrazar al chico y sollozar de gratitud, notar sus tiernos brazos en torno a él mientras se resquebrajaba la coraza que blindaba su corazón.
Entonces, desde un tiempo remoto, oyó la voz de su padre: «…Vago, indigno de ser hijo mío… patético, deshonroso…». Yanagisawa rememoró los azotes con la vara de madera. Volvió a experimentar la exacerbada sensación de no valer para nada, de ser indigno de amor. Lleno de odio hacia ese atroz sentimiento, deseoso de hacerlo desaparecer, se obligó a acordarse de quién era: el brazo derecho del sogún. Y quién era Shichisaburo: nada más que un insignificante campesino lo bastante insensato para lacerar su cuerpo por otra persona. ¿Cómo tenía la temeridad de amar al amo y señor de Japón?
El anhelo y la gratitud de Yanagisawa se trocaron en furia. Apartó bruscamente su mano de la de Shichisaburo.
– ¿Cómo osas tratarme con tanta impertinencia? -Le dio una bofetada. El joven actor se quedó boquiabierto; el dolor llenó sus ojos de lágrimas-. Nunca te ordené que me amases. -Cualquiera capaz de amarlo estaba por debajo del desprecio-. ¿Cómo te atreves?
Las lecciones de toda una vida lo inundaban de un miedo que avivaba su furia. El amor hacía vulnerables a las personas, dependientes; el amor sólo podía conducir al sufrimiento. ¿Acaso no habían desdeñado sus padres los esfuerzos de su infancia por complacerlos y ganarse su afecto? El rechazo había dolido más aún que los golpes. En el amor de Shichisaburo, Yanagisawa atisbaba la terrible promesa de un futuro rechazo, de más dolor; a menos que hiciese algo para evitar la amenaza.
– ¡Soy tu señor, no tu querido! -gritó Yanagisawa con voz áspera en su pugna por controlar sus emociones encontradas-. ¡Muéstrame respeto! ¡Póstrate!