Peleé con todas mis fuerzas para resistir. Peleé y perdí. Nada pude hacer para imponer un mínimo de racionalidad en la atracción desbocada que aquel hombre me había hecho sentir. Por mucho que busqué alrededor, incapaz fui de encontrar recursos, fuerzas o asideros a los que agarrarme para evitar que me arrastrara. Ni el proyecto de marido con el que tenía previsto casarme en menos de un mes, ni la madre íntegra que tanto se había esforzado para sacarme adelante hecha una mujer decente y responsable. Ni siquiera me frenó la incertidumbre de no saber apenas quién era aquel extraño y qué me guardaba el destino a su lado.
Nueve días después de la primera visita a la casa Hispano-Olivetti, regresé. Como en las veces anteriores, volvió a saludarme el tintineo de la campanilla sobre la puerta. Ningún vendedor gordo acudió a mi encuentro, ningún mozo de almacén, ningún otro empleado. Tan sólo me recibió Ramiro.
Me acerqué intentando que mi paso sonara firme, llevaba las palabras preparadas. No se las pude decir. No me dejó. En cuanto me tuvo a su alcance, me rodeó la nuca con la mano y plasmó en mi boca un beso tan intenso, tan carnoso y prolongado que mi cuerpo quedó sobrecogido, a punto de derretirse y convertirse en un charco de melaza.
Ramiro Arribas tenía treinta y cuatro años, un pasado de idas y venidas, y una capacidad de seducción tan poderosa que ni un muro de hormigón habría podido contenerla. Atracción, duda y angustia primero. Abismo y pasión después. Bebía el aire que él respiraba y a su lado caminaba a dos palmos por encima de los adoquines. Podrían desbordarse los ríos, desplomarse los edificios y borrarse las calles de los mapas; podría juntarse el cielo con la tierra y el universo entero hundirse a mi pies que yo lo soportaría si Ramiro estaba allí.