Hablaba con complicidad, con cercanía, como si me conociera: como si su alma y la mía llevaran esperándose desde el principio de los tiempos.
–Mi novio ha pensado que prepare unas oposiciones para hacerme funcionaria como él -dije con un punto de vergüenza.
La llegada de las consumiciones frenó la conversación. Para mí, una taza de chocolate. Para Ramiro, café negro como la noche. Aproveché la pausa para contemplarle mientras él intercambiaba unas frases con el camarero. Llevaba un traje distinto al del día anterior, otra camisa impecable. Sus maneras eran elegantes y, a la vez, dentro de aquel refinamiento tan ajeno a los hombres de mi entorno, su persona rezumaba masculinidad por todos los poros del cuerpo: al fumar, al ajustarse el nudo de la corbata, al sacar la cartera del bolsillo o llevarse la taza a la boca.
–Y ¿para qué quiere una mujer como tú pasarse la vida en un ministerio, si no es indiscreción? – preguntó tras el primer trago de café.
Me encogí de hombros.
–Para que podamos vivir mejor, imagino.
Volvió a acercarse lentamente a mí, volvió a volcar su voz caliente en mi oído.
–¿De verdad quieres empezar a vivir mejor, Sira?
Me refugié en un sorbo de chocolate para no contestar.
–Te has manchado, deja que te limpie -dijo.
Acercó entonces su mano a mi rostro y la expandió abierta sobre el contorno de la mandíbula, ajustándola a mis huesos como si fuera ése y no otro el molde que un día me configuró. Puso después el dedo pulgar en el sitio donde supuestamente estaba la mancha, cercano a la comisura de la boca. Me acarició con suavidad, sin prisa. Le dejé hacer: una mezcla de pavor y placer me impidió realizar cualquier movimiento.
–También te has manchado aquí -murmuró con voz ronca cambiando el dedo de posición.
El destino fue un extremo de mi labio inferior. Repitió la caricia. Más lenta, más tierna. Un estremecimiento me recorrió la espalda, clavé los dedos en el terciopelo del asiento.
–Y aquí también -volvió a decir. Me acarició entonces la boca entera, milímetro a milímetro, de una esquina a otra, cadencioso, despacio, más despacio. A punto estuve de hundirme en un pozo de algo blando que no supe definir. Igual me daba que todo fuera una mentira y en mis labios no hubiera rastro alguno de chocolate. Igual me daba que en la mesa vecina tres venerables ancianos dejaran suspendida la tertulia para contemplar la escena, enardecidos, deseando con furia tener treinta años menos en su haber.