–Ni hablar, por favor. No puedo consentir que la señorita Sira utilice una máquina que ya ha sido trasteada por otros clientes. Mañana por la mañana, a primera hora, tendré lista una nueva, con su funda y su embalaje. Si me da su dirección -dijo dirigiéndose a mí-, me encargaré personalmente de que la tengan en casa antes del mediodía.
–Vendremos nosotros a recogerla -atajé. Intuía que aquel hombre era capaz de cualquier cosa y una oleada de terror me sacudió al pensar que pudiera personarse ante mi madre preguntando por mí.
–Yo no puedo acercarme hasta la tarde, tengo que trabajar -señaló Ignacio. A medida que hablaba, una soga invisible pareció anudarse lentamente a su cuello, a punto de ahorcarle. Ramiro apenas tuvo que molestarse en tirar de ella un poquito.
–¿Y
–Yo no trabajo -dije evitando mirarle a los ojos.
–Hágase usted cargo del pago entonces -sugirió en tono casual.
No encontré palabras para negarme e Ignacio ni siquiera intuyó a lo que aquella propuesta de apariencia tan simple nos estaba abocando. Ramiro Arribas nos acompañó hasta la puerta y nos despidió con afecto, como si fuéramos los mejores clientes que aquel establecimiento había tenido en su historia. Con la mano izquierda palmeó vigoroso la espalda de mi novio, con la derecha estrechó otra vez la mía. Y tuvo palabras para los dos.
–Ha hecho usted una elección magnífica viniendo a la casa Hispano-Olivetti, créame, Ignacio. Le aseguro que no va a olvidar este día en mucho tiempo.
–Y usted, Sira, venga, por favor, sobre las once. La estaré esperando.