Quién era aquel hombre, de dónde había salido. Él mismo lo aclaró con sus pupilas aún clavadas en las mías.
–Soy el gerente de la casa. Disculpe que no les haya atendido antes, estaba intentando poner una conferencia.
Y observándola a través de la persiana que separaba la oficina de la sala de exposición, le faltó decir. No lo hizo, pero lo dejó entrever. Lo intuí en la profundidad de su mirada, en su voz rotunda; en el hecho de que se hubiera acercado a mí antes que a Ignacio y en el tiempo prolongado en que mantuvo mi mano retenida en la suya. Supe que había estado observándome, contemplando mi deambular errático por su establecimiento. Me había visto arreglarme frente al armario acristalado: recomponer el peinado, acomodar las costuras del traje a mi perfil y ajustarme las medias deslizando las manos por las piernas. Parapetado desde el refugio de su oficina, había absorbido el contoneo de mi cuerpo y la cadencia lenta de cada uno de mis movimientos. Me había tasado, había calibrado las formas de mi silueta y las líneas de mi rostro. Me había estudiado con el ojo certero de quien conoce con exactitud lo que le gusta y está acostumbrado a alcanzar sus objetivos con la inmediatez que dicta su deseo. Y resolvió demostrármelo. Nunca había percibido yo algo así en ningún otro hombre, nunca me creí capaz de despertar en nadie una atracción tan carnal. Pero de la misma manera que los animales huelen la comida o el peligro, con el mismo instinto primario supieron mis entrañas que Ramiro Arribas, como un lobo, había decidido venir a por mí.
–¿Es su esposo? – dijo señalando a Ignacio.
–Mi novio -acerté a decir.
Tal vez no fue más que mi imaginación, pero en la comisura de sus labios me pareció intuir el apunte de una sonrisa de complacencia.
–Perfecto. Acompáñeme, por favor.
Me cedió el paso y, al hacerlo, el hueco de su mano se acomodó en mi cintura como si la llevara esperando la vida entera. Saludó con simpatía, envió al dependiente a la oficina