Estudiamos todas las opciones e hicimos cálculos sin fin. Yo no entendía de prestaciones, pero me parecía que algo de formato pequeño y ligero sería lo más conveniente para nosotros. A Ignacio el tamaño le era indiferente pero, en cambio, se fijaba
con minuciosidad extrema en precios, plazos y mecanismos. Localizamos todos los sitios de venta en Madrid, pasamos horas enteras frente a sus escaparates y aprendimos a pronunciar nombres forasteros que evocaban geografías lejanas y artistas de cine: Remington, Royal, Underwood. Igual podríamos habernos decidido por una marca que por otra; lo mismo podríamos haber terminado comprando en una casa americana que en otra alemana, pero la elegida fue, finalmente, la italiana Hispano-Olivetti de la calle Pi y Margall. Cómo podríamos ser conscientes de que con aquel acto tan simple, con el mero hecho de avanzar dos o tres pasos y traspasar un umbral, estábamos firmando la sentencia de muerte de nuestro futuro en común y torciendo las líneas del porvenir de forma irremediable.
2
No voy a casarme con Ignacio, madre.
Estaba intentando enhebrar una aguja y mis palabras la dejaron inmóvil, con el hilo sostenido entre dos dedos.
–¿Qué estás diciendo, muchacha? – susurró. La voz pareció salirle rota de la garganta, cargada de desconcierto e incredulidad.
–Que le dejo, madre. Que me he enamorado de otro hombre.
Me reprendió con los reproches más contundentes que alcanzó a traer a la boca, clamó al cielo suplicando la intercesión en pleno del santoral, y con docenas de argumentos intentó convencerme para que diera marcha atrás en mis propósitos. Cuando comprobó que todo aquello de nada servía, se sentó en la mecedora pareja a la de mi abuelo, se tapó la cara y se puso a llorar.
Aguanté el momento
con falsa entereza, intentando esconder el nerviosismo tras la contundencia de mis palabras. Temía la reacción de mi madre: Ignacio para ella había llegado a ser el hijo que nunca tuvo, la presencia que suplantó el vacío masculino de nuestra pequeña familia. Hablaban entre ellos, congeniaban, se entendían. Mi madre le hacía los guisos que a él le gustaban, le abrillantaba los zapatos y daba la vuelta a sus chaquetas cuando el roce del tiempo comenzaba a robarles la prestancia. Él, a cambio, la piropeaba al verla esmerarse en su atuendo para la misa dominical, le traía dulces de yema y, medio en broma medio en serio, a veces le decía que era más guapa que yo.