Y en el taller de doña Manuela cada vez entraban menos señoras, salían menos pedidos y había menos quehacer. En un penoso cuentagotas se fueron despidiendo primero las aprendizas y después el resto de las costureras, hasta que al final sólo quedamos la dueña, mi madre y yo. Y cuando terminamos el último vestido de la marquesa de Entrelagos y pasamos los seis días siguientes oyendo la radio, mano sobre mano sin que a la puerta llamara un alma, doña Manuela nos anunció entre suspiros que no tenía más remedio que cerrar el negocio.
En medio de la convulsión de aquellos tiempos en los que las broncas políticas hacían temblar las plateas de los teatros y los gobiernos duraban tres padrenuestros, apenas tuvimos sin embargo oportunidad de llorar lo que perdimos. A las tres semanas del advenimiento de nuestra obligada inactividad, Ignacio apareció con un ramo de violetas y la noticia de que por fin había aprobado su oposición. El proyecto de nuestra pequeña boda taponó la incertidumbre y sobre la mesa camilla planificamos el evento. Aunque entre los aires nuevos traídos por la República ondeaba la moda de los matrimonios civiles, mi madre, en cuya alma convivían sin la menor incomodidad su condición de madre soltera, un férreo espíritu católico y una nostálgica lealtad a la monarquía depuesta, nos alentó a celebrar una boda religiosa en la vecina iglesia de San Andrés. Ignacio y yo aceptamos, cómo podríamos no hacerlo sin trastornar aquella jerarquía de voluntades en la que él cumplía todos mis deseos y yo acataba los de mi madre sin discusión. No tenía, además, razón de peso alguna para negarme: la ilusión que yo sentía por la celebración de aquel matrimonio era modesta, y lo mismo me daba un altar con cura y sotana que un salón presidido por una bandera de tres colores.
Nos dispusimos así a fijar la fecha con el mismo párroco que veinticuatro años atrás, un 8 de junio y al dictado del santoral, me había impuesto el nombre de Sira. Sabiniana, Victorina, Gaudencia, Heraclia y Fortunata fueron otras opciones en consonancia con los santos del día.
«Sira, padre, póngale usted Sira mismamente, que por lo menos es corto.» Tal fue la decisión de mi madre en su solitaria maternidad. Y Sira fui.