Aprendí rápido. Tenía dedos ágiles que pronto se adaptaron al contorno de las agujas y al tacto de los tejidos. A las medidas, las piezas y los volúmenes. Talle delantero, contorno de pecho, largo de pierna. Sisa, bocamanga, bies. A los dieciséis aprendí a distinguir las telas, a los diecisiete, a apreciar sus calidades y calibrar su potencial. Crespón de China, muselina de seda, gorguette, chantilly. Pasaban los meses como en una noria: los otoños haciendo abrigos de buenos paños y trajes de entretiempo, las primaveras cosiendo vestidos volátiles destinados a las vacaciones cantábricas, largas y ajenas, de La Concha y El Sardinero. Cumplí los dieciocho, los diecinueve. Me inicié poco a poco en el manejo del corte y en la confección de las partes más delicadas. Aprendí a montar cuellos y solapas, a prever caídas y anticipar acabados. Me gustaba mi trabajo, disfrutaba con él. Doña Manuela y mi madre me pedían a veces opinión, empezaban a confiar en mí. «La niña tiene mano y ojo, Dolores -decía doña Manuela-. Es buena, y mejor que va a ser si no se nos desvía. Mejor que tú, como te descuides.» Y mi madre seguía a lo suyo, como si no la oyera. Yo tampoco levantaba la cabeza de mi tabla, fingía no haber escuchado nada. Pero con disimulo la miraba de reojo y veía que en su boca cuajada de alfileres se apuntaba una levísima sonrisa.
Pasaban los años, pasaba la vida. Cambiaba también la moda y a su dictado se acomodaba el quehacer del taller. Después de la guerra europea habían llegado las líneas rectas, se arrumbaron los corsés y las piernas comenzaron a enseñarse sin pizca de rubor. Sin embargo, cuando los felices veinte alcanzaron su fin, las cinturas de los vestidos regresaron a su sitio natural, las faldas se alargaron y el recato volvió a imponerse en mangas, escotes y voluntad. Saltamos entonces a una nueva década y llegaron más cambios. Todos juntos, imprevistos, casi al montón. Cumplí los veinte, vino la República y conocí a Ignacio. Un domingo de septiembre en la Bombilla; en un baile bullanguero abarrotado de muchachas de talleres, malos estudiantes y soldados de permiso. Me sacó a bailar, me hizo reír. Dos semanas después empezamos a trazar planes para casarnos.