Del negocio de doña Manuela Godina, su dueña, llevaban décadas saliendo prendas primorosas, excelentemente cortadas y cosidas, reputadas en todo Madrid. Trajes de día, vestidos de cóctel, abrigos
y capas que después serían lucidos por señoras distinguidas en sus paseos por la Castellana, en el Hipódromo y el polo de Puerta de Hierro, al tomar té en Sakuska y cuando acudían a las iglesias de relumbrón. Transcurrió algún tiempo, sin embargo, hasta que comencé a adentrarme en los secretos de la costura. Antes fui la chica para todo del taller: la que removía el picón de los braseros y barría del suelo los recortes, la que calentaba las planchas en la lumbre y corría sin resuello a comprar hilos y botones a la plaza de Pontejos. La encargada de hacer llegar a las selectas residencias los modelos recién terminados envueltos en grandes sacos de lienzo moreno: mi tarea favorita, el mejor entretenimiento en aquella carrera incipiente. Conocí así a los porteros y chóferes de las mejores fincas, a las doncellas, amas y mayordomos de las familias más adineradas. Contemplé sin apenas ser vista a las señoras más refinadas, a sus hijas y maridos. Y como un testigo mudo, me adentré en sus casas burguesas, en palacetes aristocráticos y en los pisos suntuosos de los edificios con solera. En algunas ocasiones no llegaba a traspasar las zonas de servicio y alguien del cuerpo de casa se ocupaba de recibir el traje que yo portaba; en otras, sin embargo, me animaban a adentrarme hasta los vestidores y para ello recorría los pasillos y atisbaba los salones, y me comía con los ojos las alfombras, las lámparas de araña, las cortinas de terciopelo y los pianos de cola que a veces alguien tocaba y a veces no, pensando en lo extraña que sería la vida en un universo como aquél.