Me dediqué entonces a recorrer otros tramos de la exposición en busca de algo con lo que matar el tedio. Me fijé en los grandes carteles publicitarios que desde las paredes anunciaban los productos de la casa
Un gran armario con puertas de cristal recorría parte de una de las paredes. Contemplé en él mi reflejo, observé que un par de mechones se me habían escapado del moño, los coloqué en su sitio; aproveché para pellizcarme las mejillas y dar al rostro aburrido un poco de color. Examiné después mi atuendo sin prisa: me había esforzado en arreglarme con mi mejor traje; al fin y al cabo, aquella compra suponía para nosotros una ocasión especial. Me estiré las medias repasándolas desde los tobillos en movimiento ascendente; me ajusté de manera pausada la falda a las caderas, el talle al tronco, la solapa al cuello. Volví a retocarme el pelo, me miré de frente y de lado, observando con calma la copia de mí misma que la luna de cristal me devolvía. Ensayé posturas, di un par de pasos de baile y me reí. Cuando me cansé de mi propia visión, continué deambulando por la sala, matando el tiempo mientras desplazaba la mano lentamente sobre las superficies y serpenteaba entre los muebles con languidez. Apenas presté atención a lo que en realidad nos había llevado allí: para mí todas aquellas máquinas tan sólo diferían en su tamaño. Las había grandes y robustas, más pequeñas también; algunas parecían ligeras, otras pesadas, pero a mis ojos no eran más que una masa de oscuros armatostes incapaces de generar la menor seducción. Me coloqué sin ganas frente a uno de ellos, acerqué el índice al teclado y con él simulé pulsar las letras más cercanas a mi persona. La
–Precioso nombre.
La voz masculina sonó plena a mi espalda, tan cercana que casi pude sentir el aliento de su dueño sobre la piel. Una
–Ramiro Arribas -dijo tendiendo la mano. Tardé en reaccionar: tal vez porque no estaba acostumbrada a que nadie me saludara de una manera tan formal; tal vez porque aún no había conseguido asimilar el impacto que aquella presencia inesperada me había provocado.