Era consciente de que con mi osadía iba a hundir toda aquella confortable convivencia, sabía que iba a tumbar los andamios de más vidas que la mía, pero nada pude hacer por evitarlo. Mi decisión era firme como un poste: no habría boda ni oposiciones, no iba a aprender a teclear sobre la mesa camilla y nunca compartiría con Ignacio hijos, cama ni alegrías. Iba a dejarle y ni toda la fuerza de un vendaval podría ya truncar mi resolución.
La casa Hispano-Olivetti tenía dos grandes escaparates que mostraban a los transeúntes sus productos con orgulloso esplendor. Entre ambos se encontraba la puerta acristalada, con una barra de bronce bruñido atravesándola en diagonal. Ignacio la empujó y entramos. El tintineo de una campanilla anunció nuestra llegada, pero nadie salió a recibirnos de inmediato. Permanecimos cohibidos un par de minutos, observando todo lo expuesto con respeto reverencial, sin atrevernos siquiera a rozar los muebles de madera pulida sobre los que descansaban aquellos portentos de la mecanografía entre los cuales íbamos a elegir el más conveniente para nuestros planes. Al fondo de la amplia estancia dedicada a la exposición se percibía una oficina. De ella salían voces de hombre.
No tuvimos que esperar mucho más, las voces sabían que había clientes y a nuestro encuentro acudió una de ellas contenida en un cuerpo orondo vestido de oscuro. Nos saludó el dependiente afable, preguntó por nuestros intereses. Ignacio comenzó a hablar, a describir lo que quería, a pedir datos y sugerencias. El empleado desplegó con esmero toda su profesionalidad y procedió a desgranarnos las características de cada una de las máquinas expuestas. Con detalle, con rigor y tecnicismos; con tal precisión y monotonía que al cabo de veinte minutos a punto estuve de caer