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Continuemos. El año pasado, una comisión convocada por el Pew Research Center publicó un informe sobre la producción animal en granjas industriales, en el que se alertaba sobre «el grave peligro de que la continua circulación de virus, característica de las enormes piaras o rebaños, aumentase las posibilidades de aparición de nuevos virus por procesos de mutación o de recombinación que podrían generar virus más eficientes para la transmisión entre humanos». La comisión alertó también de que el uso promiscuo de antibióticos en las factorías porcinas -más barato que en ambientes humanos- estaba propiciando el auge de infecciones estafilocócicas resistentes, al mismo tiempo que las descargas residuales generaban manifestaciones de Escherichia coli y de Pfiesteria (el protozoario que mató a millares de peces en los estuarios de Carolina del Norte y contagió a decenas de pescadores).Cualquier mejora en la ecología de este nuevo agente patogénico tendría que enfrentarse al monstruoso poder de los grandes conglomerados empresariales avícolas y ganaderos, como Smithfield Farms (porcino y vacuno) y Tyson (pollos). La comisión habló de una obstrucción sistemática de sus investigaciones por parte de las grandes empresas, incluidas unas nada recatadas amenazas de suprimir la financiación de los investigadores que cooperaron con la comisión. Se trata de una industria muy globalizada y con influencias políticas. Así como el gigante avícola Charoen Pokphand, radicado en Bangkok, fue capaz de desbaratar las investigaciones sobre su papel en la propagación de la gripe aviar en el sudeste asiático, lo más probable es que la epidemiología forense del brote de la gripe porcina choque contra la pétrea muralla de la industria del cerdo. Eso no quiere decir que no vaya a encontrarse nunca un dedo acusador: ya circula en la prensa mexicana el rumor de un epicentro de la gripe situado en una gigantesca filial de Smithfield en el estado de Veracruz. Pero lo más importante es el bosque, no los árboles: la fracasada estrategia antipandémica de la Organización Mundial de la Salud, el progresivo deterioro de la salud pública mundial, la mordaza aplicada por las grandes transnacionales farmacéuticas a medicamentos vitales y la catástrofe planetaria que es una producción pecuaria industrializada y ecológicamente sin discernimiento.Como se observa, los contagios son mucho más complicados que el hecho de que entre un virus presumiblemente mortal en los pulmones de un ciudadano atrapado en la tela de los intereses materiales y la falta de escrúpulos de las grandes empresas. Todo está contagiando todo. La primera muerte, hace ya largo tiempo, fue la de la honradez. Pero ¿podrá, realmente, pedírsele honradez a una transnacional? ¿Quién nos asiste?

Mayo de 2009

Día 1

Javier Ortiz

Uno más que se ha ido. Cuando las circunstancias me trajeron a esta isla africana para vivir en ella largas temporadas, alternadas con otras en Lisboa, no tardé mucho en conocer, a través de Pilar, a algunos periodistas que me impresionaron por serlo de un modo bastante diferente de aquel o de aquellos a que estaba habituado en mi país. Eran éstos Manuel Vicent, Raúl del Pozo, Juan José Millás y Javier Ortiz. Alta calidad literaria, fina argucia de espíritu, sentido del humor en altísimo grado, he ahí lo que los caracterizaba y todavía los caracteriza a todos, excepto a Javier Ortiz, que acaba de morir. De los cuatro, Javier siempre fue el más políticamente activo. Hombre de izquierdas que nunca ocultó o suavizó sus ideas, consiguió el prodigio de mantener la más firme de las posturas ideológicas cuando, siendo aún periodista en El Mundo, fue el único que contrarió, sin ninguna concesión oportunista, la deriva derechista de un periódico que su director, Pedro J. Ramírez, hizo caer en los amorosos brazos de José María Aznar. Ahora ha muerto, no habrá respuesta a la pregunta que regularmente hacíamos: «¿Qué dirá de esto Javier Ortiz?».Nuestras relaciones tuvieron un momento particularmente afortunado cuando le concedí una entrevista que acabaría siendo publicada, también con textos de Noam Chomsky, James Petras, Edward W. Said, Alberto Piris y Antoni Segura, en un libro que él editó, ¡Palestina existe! (Editorial Foca). Recién llegado yo de Israel, donde había dejado un rastro de escándalo político, y a punto de partir hacia Estados Unidos, donde iba a presentar un libro y dar algunas conferencias, nuestra entrevista fue, toda ella, hecha por e-mail, sobrevolando el Atlántico y el continente norteamericano, de costa a costa. Conocí entonces mejor a Javier Ortiz, su inteligencia, el brillo de su dialéctica, y, lo mejor de todo, su calidad humana. Muchos no saben que Javier escribió su obituario, un texto supremamente irónico y desmitificador, digno de ser publicado en todos los periódicos. Es una pena que no se haga. Sería el momento de dedicarle una última sonrisa, esta que tengo en la cara y que, de alguna manera, está negando su muerte.

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