No fue el santo que algunos veneraban ni el demonio que otros aborrecían; era, aunque no simplemente, un hombre. Se llamaba Álvaro Cunhal y su nombre, durante años, para muchos portugueses, fue sinónimo de una cierta esperanza. Encarnó convicciones a las que guardó inamovible fidelidad, fue testigo y agente en los tiempos en que éstas prosperaron, asistió al declive de los conceptos, a la disolución de los juicios, a la perversión de las prácticas. Las memorias personales que se negó a escribir tal vez nos ayudarían a entender mejor los fundamentos del raquítico árbol a cuya sombra se acogen hoy los portugueses para digerir el palabrerío con que creen alimentar el espíritu. No leeremos las memorias de Álvaro Cunhal y con esa falta tendremos que conformarnos. Y tampoco leeremos lo que, mirando desde este tiempo en que estamos el tiempo que pasó, sería probablemente el más instructivo de todos los documentos que podrían salir de su inteligencia y de sus finas manos de artista: una reflexión sobre la grandeza y decadencia de los imperios, incluyendo los que construimos dentro de nosotros mismos, esas armazones de ideas que nos mantienen el cuerpo levantado y que todos los días nos piden cuentas, incluso cuando nos negamos a prestarlas. Como si hubiese cerrado una puerta y abierto otra, el ideólogo se convirtió en autor de novelas, el dirigente político retirado decidió guardar silencio sobre los destinos posibles y probables del partido del que había sido, durante muchos años, continua y casi única referencia. Tanto en el plano nacional como en el plano internacional, no me cabe la menor duda de que habrán sido de amargura las últimas horas que Álvaro Cunhal vivió. No era el único, y él lo sabía. Algunas veces el militante que yo soy no estuvo de acuerdo con el secretario general que él era, y se lo dije. A esta distancia, sin embargo, ya todo parece esfumarse, hasta las razones con las que, sin resultados visibles, nos pretendíamos convencer el uno al otro. El mundo siguió su camino y nos dejó atrás. Envejecer es no ser necesario. Todavía necesitábamos a Cunhal cuando él se retiró. Ahora es demasiado tarde. Aunque no conseguimos disimular esta especie de sentimiento de orfandad que nos invade cuando pensamos en él. Cuando pienso en él. Y comprendo, les aseguro que lo comprendo, lo que un día Graham Green le dijo a Eduardo Lourenço: «Mi sueño, en lo que tiene que ver con Portugal, sería conocer a Álvaro Cunhal». El gran escritor británico dio voz a lo que tantos sentían. Se entiende que sintamos su falta.
Agosto de 2009
Día 3
Gabo
Los escritores se dividen (imaginando que aceptaran ser divididos…) en dos grupos: el más reducido, el de aquellos que fueron capaces de abrirle a la literatura nuevos caminos; el más numeroso, el de los que van detrás y se sirven de esos caminos para su propio viaje. Es así desde el principio del mundo y la (¿legítima?) vanidad de los autores nada puede contra las claridades de la evidencia. Gabriel García Márquez usó su ingenio para abrir y consolidar la vía del después mal llamado «realismo mágico», por donde avanzaron más tarde multitudes de seguidores y, como siempre sucede, los detractores de turno. El primer libro suyo que me llegó a las manos fue Cien años de soledad y el choque que me causó fue tal que tuve que parar de leer al cabo de cincuenta páginas. Necesitaba poner algún orden en mi cabeza, alguna disciplina en el corazón, y, sobre todo, aprender a manejar la brújula con la que tenía la esperanza de orientarme en las veredas del mundo nuevo que se presentaba ante mis ojos. En mi vida de lector han sido poquísimas las ocasiones en que se ha producido una experiencia como ésta. Si la palabra traumatismo pudiese tener un significado positivo, de buen grado la aplicaría al caso. Pero, ya que ha sido escrita, aquí la dejo. Espero que se entienda.
Día 4
Patio del Panadero