Creo que fueron doce años el tiempo que viví en la Penha de França, primero en la calle del Padre Sena Freitas, después en la calle Carlos Ribeiro. Durante muchos más, hasta que murió mi madre, el barrio era para mí una prolongación constante de todos los otros lugares por donde después pasé. De él tengo recuerdos que permanecen vivos hasta hoy. Entonces todavía el Valle Oscuro hacía honor a su nombre, fue un espacio de aventura y descubrimiento para los muchachos, un resto de naturaleza que las primeras construcciones ya comenzaban a amenazar, pero donde era posible saborear el gusto ácido de las acederas y los tubérculos dulzones de las raíces de una planta cuyo nombre nunca llegué a conocer. Y era también el campo de batalla de homéricas luchas… Y estaba el Patio del Panadero (que no pertenecía a la Penha de França, sino al Alto de São João…), donde la gente «normal» no se atrevía a entrar y que, según se decía, la propia policía evitaba, haciendo la vista gorda a los supuestos o auténticos comportamientos ilícitos de sus habitantes. Lo más seguro es que tanta desconfianza y temor fueran también causados por el enclaustramiento de aquel pequeño mundo que vivía segregado del resto del barrio y cuyas palabras, gestos y actitudes chocaban con la pacata rutina de la gente asustadiza que pasaba de largo. Un día, de la noche a la mañana, el Patio del Panadero desapareció, tal vez arrasado por el martillo municipal, o más probablemente por las excavadoras de las empresas constructoras, y en su lugar se levantaron edificios sin imaginación, copiados unos de los otros y que en pocos años envejecieron. El Patio del Panadero, al menos, tenía su originalidad, su fisonomía propia, aunque sucia y maloliente. Si yo pudiese, si tuviese el valor de compartir la vida de aquellas personas para informarme, me gustaría reconstruir la vida del Patio del Panadero. Penas perdidas serían. La gente que vivía allí se dispersó, sus descendientes, si se les mejoró la vida, olvidaron o no querrían recordar la dura existencia de los que vivieron antes. En la memoria de la Penha de França (o del Alto de São João) no se guardó un espacio para el Patio del Panadero. Hay personas que nacieron y vivieron sin suerte. De ellas no quedó siquiera la piedra del quicio de la puerta. Murieron y pasaron.
Día 5
Almodóvar
Llegué tarde a la «movida», cuando ya había dejado sus trajes de arlequín urbano, sus lágrimas falsas de rimel negro, sus postizos, sus pelucas, sus risas y su tristeza. No quiero decir que las «movidas» sean tristes por definición, lo que digo es que tienen que esforzarse mucho para no dejar que les salga de la boca, en medio de la fiesta y de la orgía, la pregunta definidora: «¿Qué hago aquí?». Atención, estoy contando una historia que no es la mía. Nunca he sido hombre de «movidas» y si alguna vez acabara dejándome seducir, estoy segurísimo de que no haría mejor figura que don Quijote en el palacio de los duques. El ridículo existe de hecho, no es simplemente un punto de vista. Dicho esto, no creo equivocarme mucho imaginando a Pedro Almodóvar, referente por excelencia de la «movida» madrileña, preguntándole a su pequeña alma (las almas son todas pequeñas, prácticamente invisibles): «¿Qué hago aquí?». La respuesta la viene dando en sus películas, esas que nos hacen reír al mismo tiempo que nos ponen un nudo en la garganta, esas que nos insinúan que detrás de las imágenes hay cosas pidiendo que las nombremos. Cuando vi Volver le envié a Pedro un mensaje en que le decía: «Has tocado la belleza absoluta». Tal vez (seguramente) por pudor, no me respondió.Debo concluir. De una forma quizá inesperada para quien está malgastando su tiempo leyendo estas líneas, y que resumo así: a Pedro Almodóvar le espera la gran película sobre la muerte que todavía le falta al cine español. Por mil razones, sobre todo porque ésa sería la manera de recuperar de los escombros el sentido último de la «movida».
Día 6
La sombra del padre (I)