Las siguientes fotografías eran de Harald a los dos o tres años de edad. Ahora se parecía aún más claramente a su madre, aunque no tanto como para resultar afeminado. Su madre aparecía también en las fotos, primero embarazada, luego sonriendo con un bebé en los brazos, bien envuelto en ropas y pañales. En la foto se veía a Harald junto a la silla en la que estaba sentada la madre, estirándose como para ver bien aquel fardito blanco, su hermana. Su madre le tenía sujeto por los hombros. Por el papel que había debajo de la foto, Þóra supo que la niña fue bautizada con el nombre de su madre, Amelia, además de un segundo nombre, Maria. Esta era la chica que había muerto a causa de una enfermedad congénita. A juzgar por la foto, al principio la familia ignoraba la enfermedad. La madre parecía, por decir poco, feliz y despreocupada. En las siguientes fotos, en cambio, era como si algo hubiese cambiado. La señora Guntlieb, que mostraba una amplia sonrisa en todas las fotos, sin excepción, parecía remota y abatida. En una de las instantáneas había adoptado una sonrisa de circunstancias pero que no le llegaba a los ojos. Tampoco se apreciaba aquel contacto físico entre ella y Harald que había sido tan característico de fotos anteriores. El niño parecía más bien afligido y perdido. La niña no se veía por ningún lado.
Parecía que se habían saltado una parte de la historia familiar, y Þóra tuvo la certeza de que las siguientes fotos correspondían a por lo menos cinco años más tarde. El capítulo comenzaba con una foto de familia, todos muy bien colocados, la primera en la que se veía al señor Guntlieb. Era un hombre de aspecto respetable, de edad claramente algo mayor que su esposa. Todos los de la imagen vestían sus mejores ropas, pero ahora había además un bebé acostado en brazos de su madre. Era sin duda la hija más pequeña del matrimonio, él único de sus hijos que seguía con vida. La niña enferma estaba allí también, ahora en una silla de ruedas. No era necesario tener estudios de medicina para darse cuenta de lo horrible de su invalidez, viéndola allí sentada, amarrada a la silla, con la cabeza caída hacia atrás y la boca abierta. La mandíbula inferior no colgaba hacia abajo sino hacia un lado, lo que daba a entender que la niña apenas tenía control sobre ella. Lo mismo parecía suceder con las extremidades: un brazo estaba encorvado hacia arriba por el codo, y la mano colgaba doblada sobre el brazo de una forma que no parecía natural. Los dedos de esa mano estaban encorvados y le daban aspecto de garra. El otro brazo descansaba sobre su regazo, y daba la sensación de que no podía moverse. Detrás de la silla de ruedas estaba Harald, ahora con unos ocho años. Su gesto no se parecía a nada que Þóra hubiera visto en su propio hijo a esa edad. Era como si el niño ya no existiese. Aunque los demás miembros de la familia, los señores Guntlieb, así como el hijo mayor que Harald, no habían salido precisamente alegres, el muchacho parecía patético en su desamparo. Algo había sucedido, evidentemente, y Þóra estuvo dándole vueltas a si un niño tan pequeño podía verse afectado de aquella forma por la enfermedad de una hermana menor. Quizá sólo tenía que luchar con problemas psicológicos, eso no era tan extraño en los niños. Tal vez había sido un niño depresivo y la competencia con la hermana pequeña por conseguir la atención de sus padres había podido con él. Si era algo de ese estilo lo que había estado pasando por entonces, quedaba claro en las siguientes fotos, donde los padres eran siempre figuras lejanas. En ninguna de ellas mostraban al niño cercanía física alguna, él estaba siempre apartado del resto de la familia, excepto en unos pocos casos, en los que su hermano mayor estaba a su lado. Era como si su madre se hubiese olvidado de él, sin más, o como si estuviera tratando de ignorarle. Þóra se recomendó a sí misma no intentar sacar demasiadas conclusiones de aquellas fotos. Parecían simples instantes de la vida de aquellas personas y nunca podrían dar una imagen real de lo que pensaban o hacían.
Llamaron a la puerta y asomó el rostro de Bragi, el copropietario del bufete.
– ¿Tienes dos minutos?
Þóra asintió con la cabeza y Bragi entró. Estaba ya en los sesenta, grueso y de elevada estatura, uno de esos que no sólo son altos, sino sencillamente grandes. Para Þóra, la mejor forma de describirlo era diciendo que estaba ampliado dos tallas por todas partes, incluyendo dedos, orejas, nariz y todo lo demás. Se incrustó en la silla que había delante de la mesa de Þóra y atrajo hacia sí la carpeta que estaba estudiando.
– ¿Qué tal fue?
– ¿La reunión? Bien a secas, creo -respondió Þóra viendo a Bragi hojear descuidadamente las fotos de familia que había estado mirando ella.
– Este chico tiene una pinta tremendamente triste -dijo Bragi señalando a Harald en una foto-. ¿Es éste el asesinado, quizá?
– Sí -respondió Þóra-. Son unas fotos bastante peculiares.