Читаем En el primer cí­rculo полностью

Alguno que fue gratificado por una opinión de Rubin dijo una vez que tenía "buen oído". Inconscientemente esta premisa fue aceptada y creída. Rubin había entrado a la sharashkapor accidente, y se las había ingeniado para permanecer allí haciendo traducciones. Su oído izquierdo era tan bueno como el de cualquier otra persona, pero su oído derecho se había ensordecido por una contusión en el frente noroeste —un hecho que había tenido que ocultar después de haber sido elogiado por su "buen oído". La reputación de tener "un buen oído" había afirmado su posición, hasta que la reafirmó— más aún con su obra magna en tres tomos: El aspecto audio-sintético y electroacústico de la lengua rusa.


Entonces telefonearon al laboratorio de Acústica para hablar con Rubin. Mientras esperaban escucharon otra vez ellos mismos por décima vez. Markrushev, con las cejas unidas y los ojos tensos de concentración, sostuvo un momento el teléfono y declaró categóricamente que estaba mejor, que estaba mucho mejor. (La idea de regularlo en base a dieciséis impulsos era suya; por eso, aún antes de hacer la readaptación, él sabía que iba a haber mejoría) Dyrsin sonrió de mala gana, apologéticamente, y meneó la cabeza, Bulatov gritó a través del laboratorio que debían reunirse con los expertos del código y readaptarlo en base a treinta y dos. Dos electricistas complacientes tirando de los auriculares en direcciones opuestas mientras cada uno escuchaba con gozosa exuberancia que realmente se había oído más claro.


Bobynin continuaba midiendo el oscilograma sin levantar la mirada.


La negra manecilla del gran reloj eléctrico de pared saltó a las diez y treinta horas. Pronto terminaría el trabajo en todos los laboratorios salvo TAREA SIETE; las revistas clasificadas serían guardadas bajo llave en cajas fuertes, los zeks volverían a sus dependencias para dormir, y los empleados libres correrían a las paradas de ómnibus, donde pasaban cada vez menos vehículos, en las últimas horas.


Ilya Terentevich Jorobrov, al fondo del laboratorio y fuera de la vista de los jefes, caminó con andar pesado detrás del muro de estantes hacia Potapov. Jorobrov era de Uyatka, y del área más remota, cerca de Kai, tras de la cual se extendía por cientos de millas, a través de bosques y pantanos, una región mucho más grande que Francia, la tierra de Gulag. Él vio y comprendió más que muchos, pero la necesidad de estar siempre escondiendo sus pensamientos y reprimiendo su sentido de justicia había doblegado su cuerpo, le había dado un aspecto desagradable, marcándole duras líneas en sus labios. Finalmente, en las primeras elecciones de post guerra no lo pudo soportar más y escribió sobre su tarjeta de sufragio crudas y rudas injurias campesinas dirigidas contra el Mayor Genio de los Genios. Era la época en que las casas arruinadas no se reconstruían y los campos no eran sembrados a causa de la escasez de obreros. Pero durante un mes entero varios detectives jóvenes estudiaron la caligrafía de cada votante del distrito y Khorokrov fue arrestado. Salió para el campo de concentración con un ingenuo sentimiento de placer —allí por lo menos podía decir lo que quisiera. Pero los campos generalmente no operaban de esa manera. (Llovían las denuncias de los delatores sobre Khorokrov, y tuvo que callarse).


En la sharashkael buen sentido le exigía que se perdiera en la actividad de la tarea común del grupo Siete y que se asegurara, si no de la liberación, por lo menos de una existencia decente. Pero dentro suyo le daban náuseas por todas las injusticias aparte de su propio caso, hasta que alcanzó el punto cuando un hombre ya no quiere vivir más.


Yendo detrás de la pared de estantes de Potapov, se inclinó sobre el escritorio y propuso en voz baja: —Andreich. Es hora de marcharse. Es sábado.


Potapov acababa de colocar una cerradura color rosa a la cigarrera colorada trasparente. Ladeó la cabeza admirando su artefacto, y preguntó: —¿Qué te parece, Terentich? — el color combina, ¿no es cierto?


Sin recibir ni aprobación ni desaprobación, Potapov miró a Khorokrov con el interés de una abuela sobre el armazón liso de metal de sus anteojos. — ¿Por qué tentar al dragón —dijo—. El tiempo nos está ayudando. Antón se irá y entonces desapareceremos inmediatamente, como el aire ligero.


Tenía su modo de dividir una palabra en sílabas y prolongar cada una de ellas.


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