Habían calculado justo la comida para cinco personas. Había botellas de leche y galletas, pero quien calculó las raciones se olvidó de los vasos, tampoco había platos, ni cubiertos, vendrían quizá con la comida del mediodía. La mujer del médico fue a dar de beber al herido, pero éste vomitó. El taxista dijo que no le gustaba la leche y quiso saber si había café. Algunos, tras haber comido, volvieron a acostarse, el primer ciego llevó a su mujer a conocer los sitios, fueron los únicos que salieron de la sala. El dependiente de farmacia pidió permiso para hablar con el señor doctor, le gustaría que el señor doctor le dijera si tenía una opinión formada sobre la enfermedad, No creo que, propiamente, se le pueda llamar enfermedad, comenzó precisando el médico, y luego, simplificando mucho, resumió lo que había investigado en los libros antes de quedarse ciego. Unas camas más allá, el taxista escuchaba atentamente, y, cuando el médico terminó su relato, dijo desde lejos, Apuesto que lo que ha ocurrido es que se han atascado los canales que van de los ojos a la sesera, Qué animal eres, dijo el dependiente de farmacia, Quién sabe, el médico sonrió sin querer, realmente, los ojos no son más que unas lentes, como un objetivo, es el cerebro quien realmente ve, igual que en una película la imagen aparece, y si esos canales se han atascado, como dice aquí el señor, Eso es lo mismo que un carburador, si la gasolina no consigue llegar, el motor no trabaja y el coche no anda, Nada más sencillo, como ve, dijo el médico al dependiente de farmacia, Y cuánto tiempo cree usted, doctor, que vamos a seguir aquí, preguntó la camarera de hotel, Por lo menos mientras estemos sin ver, Y cuánto tiempo será eso, Francamente, no creo que lo sepa nadie, Y es algo pasajero o va a ser para siempre, Ojalá lo supiera yo. La camarera suspiró y, pasados unos momentos, dijo También me gustaría a mí saber qué fue de aquella chica, Qué chica, preguntó el dependiente de farmacia, La del hotel, qué impresión me hizo verla allí, en medio del cuarto, desnuda como vino al mundo, no llevaba más que unas gafas oscuras puestas, y venga a gritar que estaba ciega, lo más seguro es que fuera ella la que me pegó la ceguera a mí. La mujer del médico miró, vio a la chica quitarse las gafas oscuras lentamente, disimulando el movimiento, luego las metió debajo de la almohada mientras preguntaba al niño estrábico, Quieres otra galleta. Por primera vez desde que entraron allí, la mujer del médico se sintió como si estuviera detrás de un microscopio observando el comportamiento de unos seres que ni siquiera podían sospechar su presencia, y esto le pareció súbitamente indigno, obsceno, No tengo derecho a mirar si los otros no me pueden mirar a mí, pensó. Con mano trémula, la muchacha estaba poniéndose unas gotas de colirio. Así siempre podría decir que no eran lágrimas lo que brotaba de sus ojos.