De pronto, procedente del exterior de la sala, probablemente del vestíbulo que separaba las dos alas frontales del edificio, se oyó un ruido de voces violentas, Fuera, fuera, salgan, Lárguense, Aquí no pueden quedarse, Tienen que cumplir las órdenes. Creció el tumulto, disminuyó luego, una puerta se cerró con estruendo, ahora sólo se oía algún sollozo, el rumor inconfundible de alguien que acababa de tropezar. En la sala estaban ya todos despiertos. Con la cabeza vuelta hacia el lado de la entrada, no necesitaban ver para saber que también eran ciegos los que iban a entrar. La mujer del médico se levantó, por su voluntad habría ido a ayudar a los recién llegados, les diría unas palabras de afecto, los guiaría hasta los camastros, les informaría, Mire, ésta es la siete del lado izquierdo, ésta es la cuatro del lado derecho, no se equivoque, sí, aquí estamos seis, llegamos ayer, fuimos los primeros, los nombres qué importan, uno creo que cometió un robo, otro fue el robado, hay una muchacha misteriosa de gafas oscuras que se pone colirio en los ojos para tratar una conjuntivitis, que cómo sé yo, que estoy ciega, que son oscuras las gafas, es que mi marido es oftalmólogo y ella fue a su consultorio, sí, también él está aquí, nos ha tocado a todos, ah, es verdad, y el niño estrábico. No se movió, sólo le dijo al marido, Llegan más. El médico saltó de la cama, la mujer le ayudó a ponerse los pantalones, no tenía importancia, nadie podía verlo, en aquel momento empezaron a entrar los ciegos, eran cinco, tres hombres y dos mujeres. El médico dijo, levantando la voz, Tengan calma, no se precipiten, aquí somos seis personas, cuántos son ustedes, hay sitio para todos. Ellos no sabían cuántos eran, cierto es que se habían tocado unos a otros, a veces tropezaron mientras eran empujados desde el ala izquierda hacia ésta, pero no sabían cuántos eran. Y no traían equipajes. Cuando, en la otra parte del edificio, despertaron ciegos, y comenzaron a lamentarse, los otros los echaron sin contemplaciones, sin darles siquiera tiempo para despedirse de algún pariente o amigo que con ellos estuviera. Dijo la mujer del médico, Lo mejor sería que se fueran numerando y diciendo cada uno quién es. Parados, los ciegos vacilaron, pero alguien tenía que empezar, dos hombres hablaron al mismo tiempo, siempre pasa igual, luego los dos se callaron, y fue un tercero quien comenzó, Uno, hizo una pausa, parecía que iba a dar su nombre, pero lo que dijo fue, Soy policía, y la mujer del médico pensó, No ha dicho cómo se llama, seguro que sabe que eso aquí no tiene importancia. Ya otro hombre se estaba presentando, Dos, y siguió el ejemplo del primero, Soy taxista. El tercer hombre dijo, Tres, soy dependiente de farmacia. Después, una mujer, Cuatro, soy camarera de hotel, y la última, Cinco, soy oficinista. Es mi mujer, mi mujer, gritó el primer ciego, dónde estás, dime dónde estás, Aquí, estoy aquí, decía ella llorando y avanzando trémula por el pasillo, con ojos desorbitados, las manos luchando contra el mar de leche que por ellos entraba. Más seguro, él avanzó hacia ella, Dónde estás, dónde estás, murmuraba ahora como si rezase. Las manos se encontraron, un instante después estaban abrazados, eran un cuerpo solo, los besos buscaban los besos, a veces se perdían en el aire porque no sabían dónde estaban los rostros, los ojos, la boca. La mujer del médico se agarró al marido, sollozando como si también ellos se hubieran encontrado, pero lo que decía era, Qué desgracia la nuestra, qué fatalidad. Entonces se oyó la voz del niño estrábico que preguntaba, Y mi madre. Sentada en la cama del pequeño, la chica de las gafas oscuras murmuró, Vendrá, no te preocupes, vendrá.