Cuando llegaron a los retretes, hombres y mujeres se mostraron de acuerdo que fuera el niño el primero en aliviarse, pero los hombres acabaron por entrar juntos, sin distinción de urgencias ni de edades, el mingitorio era colectivo, en un sitio como éste tenía que serlo, y los retretes también lo eran. Las mujeres se quedaron en la puerta, dicen que aguantan más, pero todo tiene sus límites, y, al cabo de un momento, la mujer del médico sugirió, Tal vez haya otros servicios, pero la chica de las gafas oscuras dijo, Por mí, puedo esperar, Yo también, dijo la otra, después se hizo un silencio, y luego empezaron a hablar de nuevo, Cómo se quedó ciega, Como los demás, de repente dejé de ver, Estaba en casa, No, Entonces fue cuando salió del consultorio de mi marido, Más o menos, Qué quiere decir más o menos, Que no fue inmediatamente después, Sintió dolor, Dolor, no, pero cuando abrí los ojos, estaba ciega, Yo no, No qué, No tenía los ojos cerrados, me quedé ciega en el momento en que mi marido subió a la ambulancia, Pues tuvo suerte, Quién, Su marido, así podrán estar juntos, En ese caso también yo tuve suerte, Claro, Y usted, está casada, No, no lo estoy, y a partir de ahora no creo que nadie quiera casarse, Pero esta ceguera es tan anormal, tan fuera de lo que la ciencia conoce, que no podrá durar siempre, Y si nos quedáramos así para toda la vida, Nosotros, Todos, Sería horrible, un mundo todo de ciegos, No quiero ni imaginarlo.
El niño estrábico fue el primero en salir del retrete, ni tenía por qué haber entrado. Traía los pantalones enrollados hasta media pierna y se había quitado los calcetines. Dijo, Ya estoy aquí, la mano de la chica de las gafas oscuras se movió inmediatamente en dirección a la voz, no acertó a la primera ni a la segunda, pero a la tercera encontró la mano vacilante del pequeño. Poco después apareció el médico, y luego el primer ciego, uno de ellos preguntó, Dónde están, la mujer del médico había cogido ya un brazo del marido, el otro brazo fue tocado y agarrado por la chica de las gafas oscuras. El primer ciego no tuvo durante unos segundos quien lo amparase, después, alguien le puso una mano en el hombro. Estamos todos, preguntó la mujer del médico, El de la pierna herida se ha quedado aliviando otra urgencia, respondió el marido. Entonces, la chica de las gafas oscuras dijo, Quizá haya otros retretes, empiezo a no aguantar más, perdonen, Vamos a ver si los hay, dijo la mujer del médico, y se alejaron con las manos cogidas. Pasados unos diez minutos, volvieron, habían encontrado un gabinete de consulta que tenía unos servicios anejos. El ladrón salía ya del retrete, se quejaba de frío y de dolores en la pierna. Rehicieron la fila por el mismo orden en que vinieron y, con menos trabajo que antes y ningún accidente, regresaron a la sala. Con habilidad, sin que se notara, la mujer del médico les ayudó a alcanzar la cama correspondiente, la misma en que estaban antes. Fuera de la sala, como si se tratara de algo obvio, recordó que la manera más fácil de que cada uno encuentre su sitio era contar las camas a partir de la entrada, Las nuestras son las últimas del lado derecho, la diecinueve y la veinte. El primero en avanzar por el pasillo fue el ladrón. Estaba casi desnudo, tenía temblores, quería aliviar la pierna dolorida, razones suficientes para que le dieran primacía. Fue yendo de cama en cama, palpando el suelo en busca de la maleta, y cuando la reconoció dijo en voz alta, Aquí está, y añadió, Catorce, De qué lado, preguntó la mujer del médico, El izquierdo, respondió, otra vez vagamente sorprendido, como si ella debiera saberlo sin tener que preguntar. Luego le tocó el turno al primer ciego. Sabía que su cama era la segunda a partir de la del ladrón, del mismo lado. Ya no tenía miedo de dormir cerca de él, estando como estaba con la pierna en tan mísero estado, a juzgar por los lamentos y los suspiros, apenas se podría mover. Cuando llegó, dijo, Dieciséis izquierdo, y se acostó vestido. Entonces, la chica de las gafas oscuras pidió en voz baja, Ayúdennos a quedarnos cerca de ustedes, enfrente, del otro lado, ahí estaremos bien. Avanzaron juntos los cuatro, y rápidamente se instalaron. Pasados unos minutos, el niño estrábico dijo, Tengo hambre, y la chica de las gafas oscuras murmuró, Mañana, mañana comemos, ahora duerme. Luego abrió el bolso y buscó el frasquito que había comprado en la farmacia. Se quitó las gafas, inclinó hacia atrás la cabeza y, con los ojos muy abiertos, guiando una mano con la otra, hizo gotear el colirio. No todas las gotas cayeron en los ojos, pero la conjuntivitis, así tan bien tratada, no tardará en curarse.