Читаем Ensayo Sobre La Ceguera полностью

Sea porque se buscaban, sea porque se evitaban, el hecho es que apenas se podían mover en el estrecho pasillo entre las camas, tanto más cuanto que la mujer del médico tenía que actuar también como si estuviese ciega. Al fin quedó la fila ordenada, detrás de la mujer del médico iba la chica de las gafas oscuras con el niño estrábico de la mano, después el ladrón en calzoncillos y camiseta, luego el médico, y, al fin, a salvo de agresiones por ahora, el primer ciego. Avanzaban muy lentamente, como si no se fiaran de quien los guiaba, con la mano libre iban tanteando el aire, buscando de paso un apoyo sólido, una pared, el marco de una puerta. Tras la chica de las gafas oscuras, el ladrón, estimulado por el perfume que de ella se desprendía y por el recuerdo de la reciente erección, decidió usar las manos con mayor provecho, una acariciándole la nuca por debajo del cabello, la otra, directa y sin ceremonias, palpándole los pechos. Ella se sacudió para escapar del desafuero, pero él la tenía bien agarrada. Entonces, la muchacha soltó una patada hacia atrás como una coz. El tacón del zapato, fino como un estilete, se clavó en el muslo desnudo del ladrón, que soltó un grito de sorpresa y de dolor. Qué pasa, preguntó la mujer del médico mirando hacia atrás, Fui yo, que tropecé, respondió la chica de las gafas oscuras, y parece que le he hecho daño al de atrás. La sangre aparecía ya entre los dedos del ladrón que, gimiendo y soltando maldiciones, intentaba percibir los efectos de la agresión, Estoy herido, esta idiota no ve dónde pone los pies, Y usted no ve dónde pone las manos, respondió secamente la chica. La mujer del médico comprendió lo que había pasado, primero sonrió, pero luego vio que la herida presentaba mal aspecto, la sangre corría por la pierna del desgraciado, y no tenían agua oxigenada, ni mercromina, ni vendas, ni gasas, ni desinfectante alguno, nada. El médico preguntó, Dónde está la herida, Aquí, Aquí, dónde, En la pierna, no lo ve, me clavó el tacón del zapato, Tropecé, no he tenido la culpa, repitió la muchacha, pero, inmediatamente, estalló, exasperada, Este cerdo, que estaba metiéndome mano, quién se cree él que soy. La mujer del médico intervino, Ahora lo que hay que hacer es lavar la herida, hacer la cura, Y dónde hay agua, preguntó el ladrón, En la cocina, en la cocina hay agua, pero no tenemos por qué ir todos, mi marido y yo llevaremos a este señor, y los otros se quedan aquí, no tardaremos, Quiero hacer pipí, dijo el chiquillo, Espera un poco, ya volvemos. La mujer del médico sabía que tenía que doblar una vez a la derecha, otra a la izquierda, y seguir luego por un corredor ancho que formaba un ángulo recto. La cocina estaba al fondo. Pasados unos minutos fingió que se había equivocado, se detuvo, volvió atrás, luego exclamó, Ah, ya recuerdo, y fueron directamente a la cocina, no podían perder más tiempo, la herida sangraba abundantemente. Al principio vino sucia el agua y hubo que esperar a que se aclarase. Estaba templada y turbia, como si llevara mucho tiempo estancada en la cañería, pero el herido la recibió con un suspiro de alivio. Realmente, la herida tenía mal aspecto. Y ahora, cómo le ponemos un vendaje, preguntó la mujer del médico. Debajo de una mesa había unos cuantos paños sucios que debían de haber servido para fregar, pero sería una imprudencia grave utilizarlos como vendajes, Aquí por lo visto no hay nada, dijo mientras fingía andar buscando, Pero no voy yo a quedarme así, doctor, que la sangre no para, por favor ayúdeme, y perdone si fui maleducado con usted, se lamentaba el ladrón, Estamos ayudándole, hacemos todo lo que podemos, dijo el médico, y luego, quítese la camiseta, no hay más remedio. El herido protestó, dijo que le hacía falta, pero se la quitó al fin. Rápidamente, la mujer del médico hizo con ella un rollo, lo pasó por el muslo, apretó con fuerza y consiguió, con las puntas de los tirantes y el faldón, atar un nudo tosco. No eran movimientos que un ciego pudiera ejecutar fácilmente, pero ella no quiso perder más tiempo simulando, ya había perdido demasiado cuando fingía no dar con el camino de la cocina. Al ladrón le pareció notar allí algo anormal, el médico, lógicamente, aunque fuera un oftalmólogo, era quien debería haberle hecho la cura, pero el consuelo de verse tratado correctamente se sobrepuso a las dudas, en todo caso vagas, que durante un momento rozaron su conciencia. Cojeando él, volvieron hasta donde los otros estaban, y la mujer del médico vio inmediatamente que el niño estrábico no había podido aguantarse más y se había orinado en los pantalones. Ni el primer ciego, ni la muchacha de las gafas oscuras, se habían dado cuenta de lo sucedido. A los pies del niño se iba ampliando un charquito de orines, las perneras del pantalón goteaban aún. Pero, como si nada hubiera pasado, la mujer del médico dijo, Vamos, pues, en busca de esos retretes. Los ciegos movieron los brazos ante la cara, buscándose unos a otros, menos la chica de las gafas oscuras, que dijo inmediatamente que no quería ir delante del descarado que había intentado meterle mano, al fin se reconstruyó la fila, cambiando de lugar el ladrón y el primer ciego, con el médico colocado entre ellos. El ladrón cojeaba más, arrastraba la pierna. El torniquete le molestaba y la herida parecía latir con tanta fuerza que era como si el corazón se le hubiera cambiado de sitio y se encontrara ahora en el fondo del agujero. La chica de las gafas oscuras llevaba de nuevo al niño de la mano, pero él se apartaba todo lo que podía hacia un lado, con miedo a que alguien descubriera su incontinencia, como el médico, que observó, Aquí huele a orines, y la mujer creyó que debía confirmar la impresión, Sí, realmente, hay un olor, no podía decir que venía de las letrinas, porque aún estaban lejos, y, teniendo que comportarse como si fuese ciega, tampoco podía revelar que el olor venía de los pantalones empapados del chiquillo.

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