Читаем Ensayo Sobre La Ceguera полностью

El aire frío de la madrugada le refrescó la cara. Qué bien se respira aquí fuera, pensó. Le pareció notar que la pierna le dolía mucho menos, pero eso no le sorprendió, ya antes, más de una vez, le había ocurrido lo mismo. Estaba en el rellano exterior, no tardaría en llegar a los escalones, Va a ser complicado, pensó, bajar con la cabeza delante. Levantó un brazo para asegurarse de que la cuerda estaba allí, y avanzó. Tal como había previsto, no era fácil pasar de un escalón al otro, sobre todo por la pierna, que no ayudaba, y la prueba la tuvo inmediatamente, cuando, en medio de la escalera, resbaló una de las manos en un escalón y el cuerpo cayó todo hacia un lado y fue arrastrado por el peso muerto de la maldita pierna. Los dolores volvieron instantáneamente, con las sierras, las brocas y los martillos, y ni él supo cómo consiguió no gritar. Durante largos minutos permaneció tendido de bruces, con la cara pegada al suelo. Un viento rápido, rastrero, lo hizo tiritar. No lleva sobre el cuerpo más que la camisa y los calzoncillos. La herida estaba, toda ella, en contacto con la tierra, y pensó, Puede infectarse, era un pensamiento estúpido, no recordó que la venía arrastrando así desde la sala, Bueno, es igual, ellos van a curarme antes de que se infecte, pensó luego, para tranquilizarse, y se puso de lado para mejor alcanzar la cuerda. No la encontró de inmediato. Había olvidado que estaba en posición perpendicular a ella cuando dio la vuelta y rodó por la escalera, pero el instinto le hizo permanecer donde estaba. Luego fue el raciocinio lo que le orientó para sentarse y moverse lentamente hasta tocar con los riñones el primer peldaño, y con un sentimiento exultante de victoria sintió la aspereza de la cuerda en la mano alzada. Probablemente fue también ese sentimiento lo que le llevó a descubrir, seguidamente, la mejor manera de desplazarse sin que la herida rozase el suelo, ponerse de espaldas hacia donde estaba el portón y, usando los brazos como muletas, como hacían antes los que no tenían piernas, desplazar con pequeños movimientos el cuerpo sentado. Hacia atrás, sí, porque en este caso, como en otros, tirar de algo era más fácil que empujarlo. La pierna, así, no sufría tanto, aparte de que el suave declive del terreno, bajando hacia la salida, le ayudaba. En cuanto a la cuerda, no había peligro de perderla, que casi le tocaba la cabeza. Se preguntaba si aún le faltaría mucho para llegar al portón, no era lo mismo ir por su pie, y mejor aún con los dos, que avanzar a reculones, en desplazamientos de medio palmo o menos. Olvidando por un instante que estaba ciego, volvió la cabeza como para comprobar el espacio que le faltaba por recorrer y encontró delante la misma blancura sin fondo. Será de noche, será de día, se preguntó, bueno, si fuera de día me habrían visto ya, además, sólo hubo un desayuno, y fue hace muchas horas. Le asombraba el espíritu lógico que se iba descubriendo, la rapidez y el acierto de los razonamientos, se veía a sí mismo diferente, otro hombre, y si no fuera por la mala suerte de esta pierna, juraría que nunca en toda la vida se había encontrado tan bien. Sus espaldas golpearon con la parte inferior chapeada del portón. Había llegado. Metido en la garita para protegerse del frío, el soldado de guardia creyó oír un leve rumor que no había conseguido identificar, de todos modos no pensó que nadie pudiera acercarse desde dentro, habría sido el movimiento del ramaje de los árboles, las hojas que el viento hacía rozar contra la reja. Otro ruido le llegó repentinamente a los oídos, pero éste fue diferente, un golpe, un choque, para ser más preciso, que no podía ser obra del viento. Nervioso, el soldado salió de la garita empuñando el fusil automático y miró hacia el portón. No vio nada. Pero el ruido volvió a sonar, más fuerte, ahora como de uñas que rasparan una superficie rugosa. La chapa del portón, pensó. Dio un paso hacia la tienda de campaña donde dormía el sargento, pero lo contuvo el pensamiento de que si daba una falsa alarma le iban a echar una bronca, a los sargentos no les gusta que los despierten, ni cuando hay motivo suficiente. Volvió a mirar hacia el portón, y esperó, tenso. Muy lentamente, en el espacio entre dos hierros verticales, como un fantasma, empezó a aparecer una cara blanca. La cara de un ciego. El miedo le heló la sangre al soldado, y fue el miedo lo que le hizo apuntar su arma y disparar una ráfaga a quemarropa.

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