El estruendo seco de las detonaciones hizo surgir de dentro de las tiendas, inmediatamente, medio vestidos aún, a los soldados que componían el pelotón encargado de la guardia del manicomio y de los que dentro de él estaban. El sargento ya estaba al mando de sus hombres, Qué coño pasa, Un ciego, un ciego, balbuceó el soldado, Dónde, Allí, e indicó el portón con el cañón del arma, No veo nada, Estaba allí, lo vi. Los soldados habían acabado de equiparse y esperaban alineados, fusil en mano. Encended el proyector, ordenó el sargento. Uno de los soldados subió a la plataforma del vehículo. Segundos después, el foco deslumbrante iluminó el portón enrejado y la fachada del edificio. No hay nadie, animal, dijo el sargento, y se disponía a soltar unas cuantas amenidades militares del mismo estilo cuando vio que por debajo del portón se extendía, bajo la violenta luz del foco, un charco negro. Le diste de lleno, amigo, dijo. Después, recordando las órdenes rigurosas que había recibido, gritó, Atrás, eso se pega. Los soldados retrocedieron, medrosos, pero continuaron mirando el charco que lentamente asomaba por entre las junturas de las piedras de la acera. Crees que el tipo ese está muerto, preguntó el sargento, Tiene que estarlo, le solté una ráfaga de lleno en la cara, respondió el soldado, contento ahora con su obvia demostración de puntería. En ese momento, otro soldado gritó nervioso, Sargento, sargento, mire ahí. En el rellano exterior de la escalera se veían unos cuantos ciegos, más de diez. Quietos, no avancen, gritó el sargento, un paso más y los achicharro a todos. En las ventanas de las casas de enfrente, algunas personas, arrancadas del sueño por los disparos, miraban asustadas a través de los cristales. Entonces, el sargento gritó, Que vengan cuatro a recoger el cuerpo. Como no podían ver ni contar, fueron seis los ciegos que se movieron, He dicho cuatro, gritó el sargento histéricamente. Los ciegos se tocaron, volvieron a tocarse, dos se quedaron atrás. Los otros empezaron a andar a lo largo de la cuerda.