No estaría bien imaginar que estos ciegos, en tal cantidad, van allí como borregos al matadero, balando como de costumbre, un poco apretados, es cierto, pero ésa fue siempre su manera de vivir, pelo con pelo, aliento con aliento, hedor con hedor. Aquí van unos que lloran, otros que gritan de miedo o de rabia, otros que blasfeman, alguien ha soltado una amenaza inútil y terrible, Como os agarre un día, se supone que se dirige a los soldados, os arranco los ojos. Inevitablemente, los primeros en llegar a la escalera tuvieron que pararse, había que tantear con el pie la altura y la profundidad del peldaño, la presión de los que venían detrás hizo caer a dos o tres de los de delante, afortunadamente no pasó de ahí, sólo unas piernas desolladas, el consejo del sargento valía como una bendición. Una parte entró en el zaguán, pero doscientas personas no se acomodan con facilidad, para colmo ciegas y sin guía, añadiéndose a esta circunstancia, ya de por sí penosa, el hecho de encontrarnos en un edificio antiguo, de distribución poco funcional, no basta que diga un sargento que apenas sabe de su oficio, Hay tres salas a cada lado, hay que ver el interior, aquí dentro, unos vanos de puertas tan estrechos que más parecen cuellos de botella, unos corredores tan locos como los que ocuparon antes el edificio, empiezan no se sabe por qué, acaban no se sabe dónde, y nunca llega a saberse lo que quieren. Por instinto, la vanguardia de los ciegos se había dividido en dos columnas, desplazándose a lo largo de las paredes, de un lado y del otro, en busca de una puerta por donde entrar, método seguro, sin duda, en el supuesto de que no haya muebles cruzados en el camino. Tarde o temprano, con paciencia y habilidad, los nuevos huéspedes acabarán por acomodarse, pero no antes de que se decida la batalla que acaba de trabarse entre las primeras líneas de la columna de la izquierda y los contaminados que de ese lado viven. Era de esperar. Lo que estaba decidido, y había incluso un reglamento redactado por el ministerio de Sanidad, era que ese lado quedaba reservado para los contaminados, y si verdad era que podía preverse, con altísimo grado de probabilidad, que todos ellos acabarían por quedarse ciegos, verdad era también, obedeciendo a la pura lógica, que mientras no lo estuvieran no se podía jurar que efectivamente estaban destinados a la ceguera. Está uno tranquilamente sentado en su casa, confiando en que, pese a los ejemplos contrarios, al menos en su caso acabe todo resolviéndose bien, y de repente ve que avanza en su dirección un bando ululante de aquellos a quienes más teme. En el primer momento, los contaminados pensaron que se trataba de un grupo de iguales a ellos, sólo que más numeroso, pero poco duró el engaño, aquella gente estaba ciega, Aquí no podéis entrar, esta parte es nuestra, sólo nuestra, no es para ciegos, a vosotros os toca al otro lado, gritaron los que estaban de guardia en la puerta. Algunos ciegos intentaron dar media vuelta para buscar la otra entrada, tanto les daba izquierda como derecha, pero la masa de los que seguían fluyendo desde el exterior los empujaba inexorablemente. Los contagiados defendían la puerta a puñetazos y puntapiés, los ciegos respondían como podían, no veían a los adversarios pero sabían de dónde les venían los golpes. En el zaguán no cabían doscientas personas, ni mucho menos, por eso quedó muy pronto atascada la puerta que daba al cercado, pese a ser bastante ancha. Era como si la obstruyera un tapón, ni para atrás ni para delante, los que estaban dentro, comprimidos, ahogándose, intentaban protegerse con los codos, dando puntapiés contra los vecinos que los empujaban, se oían gritos, niños ciegos que lloraban, mujeres ciegas que se desmayaban, mientras los muchos que no habían conseguido entrar empujaban cada vez más, atemorizados por los gritos de los soldados, que no entendían por qué aquellos idiotas estaban todavía allí. Un momento terrible fue cuando se produjo un reflujo violento de gente que forcejeaba por librarse de la confusión, del inminente peligro de morir aplastados, pongámonos en el lugar de los soldados, de repente ven salir reculando a muchos de los que habían entrado, pensaron lo peor, que los ciegos iban a volver, recordemos los casos precedentes, podría haber ocurrido una carnicería. Felizmente, el sargento estuvo una vez más a la altura de la crisis, disparó él mismo un tiro al aire, de pistola, sólo para llamar la atención, y gritó por el altavoz, Calma, retrocedan un poco los que están en la escalera, calma, no empujen, ayúdense unos a otros. Era pedir demasiado, dentro continuaba la lucha, pero el zaguán, poco a poco, fue quedando despejado gracias a un desplazamiento más numeroso de ciegos hacia la puerta del ala derecha, allí eran recibidos por ciegos a quienes no les importaba encaminarlos hacia la tercera sala, libre hasta ahora, y hacia las camas que en la segunda aún estaban desocupadas. Por un momento pareció que la batalla iba a resolverse a favor de los contagiados, no tanto por ser ellos los más fuertes y los que más vista tenían, sino porque los ciegos, dándose cuenta de que la entrada del otro lado estaba expedita, rompieron el contacto, como diría el sargento en sus lecciones cuarteleras de estrategia y de táctica elemental. No obstante, poco duró la alegría de los defensores. De la puerta del ala derecha empezaron a llegar voces anunciando que ya no quedaba sitio, que todas las salas estaban llenas, hubo incluso ciegos que fueron empujados de nuevo hacia el zaguán, exactamente en el momento en que, deshecho el tapón humano que hasta entonces atrancaba la entrada principal, los ciegos que todavía estaban fuera, que eran muchos, empezaban a avanzar acogiéndose al techo bajo el cual, a salvo de las amenazas de los soldados, irían a vivir. El resultado de estos dos desplazamientos, prácticamente simultáneos, fue que se trabó de nuevo la pelea a la entrada del ala izquierda, otra vez golpes, de nuevo gritos, y, como si esto fuese poco, unos cuantos ciegos despistados, que habían encontrado y forzado la puerta del zaguán que daba acceso directo al cercado interior, empezaron a gritar que allí había muertos. Imagínese el pavor. Retrocedieron éstos como pudieron, Ahí hay muertos, hay muertos, repetían, como si los llamados á morir de inmediato fuesen ellos, en un segundo el zaguán volvió a ser un remolino furioso como en los peores momentos, después la masa humana se fue desviando en un impulso súbito y desesperado hacia el ala izquierda, llevándose todo por delante, rota ya la línea de defensa de los contagiados, muchos que ya habían dejado de serlo, otros que, corriendo como locos, intentaban escapar de la negra fatalidad. Corrían en vano. Uno tras otro se fueron todos quedando ciegos, con los ojos de repente ahogados en la hedionda marea blanca que inundaba los corredores, las salas, el espacio entero. Fuera, en el zaguán, en el cercado, se arrastraban los ciegos desamparados, doloridos por los golpes unos, pisoteados otros, eran sobre todo los ancianos, las mujeres y los niños de siempre, seres en general aún o ya con pocas defensas, milagro que no resultaran de este trance muchos más muertos por enterrar. En el suelo, dispersos, aparte de algunos zapatos que habían perdido el pie, había bolsos, maletas, cestos, la última riqueza de cada uno, ahora para siempre perdida, quien venga a la rebusca dirá que lo que se lleva es suyo.