De esto realmente se trata. Cada vez que los encargados de ir a buscar comida vuelven a las salas con lo poco que les fue entregado, estallan, furiosas, las protestas. Hay siempre alguien que propone una acción colectiva organizada, una masiva manifestación, presentando como argumento en su apoyo la tantas veces comprobada fuerza expansiva del número, sublimada en la afirmación dialéctica de que las voluntades, en general apenas adicionables unas a otras, también son muy capaces, en ciertas circunstancias, de multiplicarse entre sí hasta el infinito. No obstante, los ánimos se calmaban pronto, bastaba con que alguien, más prudente, con la simple y objetiva intención de ponderar las ventajas y los riesgos de la acción propuesta, recordase a los entusiastas los efectos mortales que suelen tener las pistolas, Quienes vayan delante saben lo que les espera, decían, en cuanto a los de atrás, lo mejor es no imaginar qué sucederá en el caso bastante probable de que nos asustemos al primer disparo, seremos más los que moriremos aplastados que a tiros. Como solución intermedia, se decidió en una de las salas, y de esa decisión pasaron noticia a las otras, que mandarían a buscar la comida, no a los ya escarmentados emisarios de costumbre, sino a un grupo nutrido de ellos, manera de decir ésta obviamente impropia, unas diez o doce personas, que tratarían de expresar, coralmente, el descontento de todos. Pidieron voluntarios, pero, tal vez por efecto de las conocidas advertencias de los cautelosos, en ninguna sala fueron tantos los que se presentaron para la misión. Gracias a Dios, esta evidente muestra de flaqueza moral dejó de tener cualquier importancia, e incluso de ser motivo de vergüenza, cuando, dando la razón a la voz de la prudencia, se tuvo conocimiento del resultado de la expedición organizada por la sala autora de la idea. Los ocho valerosos que se presentaron fueron inmediatamente corridos a garrotazos, y si bien es verdad que sólo fue disparada una bala, no es menos cierto que ésta no llevaba la puntería tan alta como las primeras, la prueba está en que los reclamantes juraron después haberla oído silbar cerquísima de sus cabezas. Si hubo aquí intención asesina, tal vez lo vengamos a saber después, concédase por ahora al tirador el beneficio de la duda, es decir, que aquel disparo no pasó de ser un aviso, aunque más en serio, o que el jefe de los malvados se equivocó acerca de la altura de los manifestantes, por imaginarlos más bajos, o quizá, suposición inquietante, el equívoco fue imaginarlos más altos de lo que realmente eran, caso en el que la intención de matar tendría que ser inevitablemente considerada. Dejando ahora de lado estas menudas cuestiones, y atendiendo a los intereses generales, que son los que cuentan, se celebró como una auténtica providencia, aunque haya sido sólo casualidad, que los reclamantes se hubieran anunciado como delegados de la sala número tal. Así sólo ella tuvo que ayunar por castigo durante tres días, y con mucha suerte, que podían haberles privado de víveres para siempre, como es justo que ocurra con quien osa morder la mano que le da de comer. No tuvieron, pues, más remedio los de la sala insurrecta, durante esos tres días, que andar de puerta en puerta implorando la limosna de un mendrugo por las almas del purgatorio, y si es posible, adornado con algún condumio, no murieron de hambre, es verdad, pero tuvieron que oír lo que no quisieron, Con ideas de ésas bien pueden cambiar de oficio, Si hubiéramos hecho caso de lo que decíais, en qué situación estaríamos ahora, pero lo peor fue cuando les dijeron, Tened paciencia, tened paciencia, no hay palabras más duras de oír, mejor los insultos. Y cuando los tres días de castigo acabaron y parecía que iba a nacer un día nuevo, se vio que el castigo de la infeliz sala donde se albergaban los cuarenta ciegos insurrectos no había acabado, pues, la comida, que hasta entonces apenas llegaba para veinte, pasó a ser tan poca que ni diez conseguían calmar el hambre. Se puede uno imaginar la revuelta, la indignación, y también, duela a quien duela, que hechos son hechos, el miedo de las salas restantes, que se veían asaltadas por los necesitados, divididas, ellas, entre el deber clásico de humana solidaridad y la observancia del viejo y no menos clásico precepto de que la caridad bien entendida empieza por uno mismo.