Ahora bien, lo que ningún hombre pensó, parece que lo pensaron las mujeres, no tenía otra explicación el silencio que poco a poco se fue apoderando de la sala donde se produjeron estas confrontaciones, como si hubiesen comprendido que, para ellas, la victoria en la pelea verbal no se distinguía de la derrota que inevitablemente vendría después. Es posible que en las salas restantes no hubiera sido diferente el debate, sabido es que las razones humanas se repiten mucho, y las sinrazones también. Aquí, quien dio la sentencia final fue una mujer de unos cincuenta años que tenía consigo a su anciana madre y ningún otro modo de darle de comer, Pues yo voy, dijo, y no sabía que estas palabras eran el eco de las que en la primera sala del lado derecho pronunció la mujer del médico, Yo voy, en esta sala son pocas las mujeres, tal vez por eso las protestas no fueron tan numerosas ni tan vehementes, estaba la chica de las gafas oscuras, estaba la mujer del primer ciego, estaba la empleada del consultorio, estaba la camarera del hotel, estaba una que no se sabía quién era, estaba la que no podía dormir, pero ésta era tan desgraciada, tan desgraciada, que lo mejor sería dejarla en paz, de la solidaridad entre las mujeres no tenían por qué beneficiarse sólo los hombres. El primer ciego comenzó por decir que su mujer no se sometería a la vergüenza de entregar su cuerpo a unos desconocidos, diéranle a cambio lo que le dieran, que ni ella querría ni él lo permitiría, que la dignidad no tiene precio, que una persona empieza por ceder en las pequeñas cosas y acaba por perder todo el sentido de la vida. El médico le preguntó qué sentido de la vida veía él en la situación en que todos se encontraban, hambrientos, cubiertos de porquería hasta las orejas, devorados por los piojos, comidos por las chinches, picados por las pulgas, Tampoco quisiera yo que mi mujer fuese, pero ese querer mío no sirve de nada, dijo que está dispuesta a ir, fue ésa su decisión, sé qué mi orgullo de hombre, esto que llamamos orgullo de hombre, si es que después de tanta humillación aún conservamos algo que merezca tal nombre, sé que va a sufrir, ya está sufriendo, no lo puedo evitar, pero es probablemente el único recurso si queremos sobrevivir, Cada uno actúa de acuerdo con la moral que tiene, yo pienso así, y no tengo intención de cambiar de ideas, replicó agresivo el primer ciego. Entonces, la chica de las gafas oscuras dijo, Los otros no saben cuántas mujeres hay aquí, puede quedarse usted con la suya para su uso exclusivo que nosotros los alimentaremos, a usted y a ella, pero me gustaría saber cómo va a sentirse de dignidad después, cómo le va a saber el pan que le traigamos, La cuestión no es ésa, empezó el primer ciego a responder, la cuestión es, pero se quedó con la frase en el aire, en realidad no sabía cuál era la cuestión, lo que él había dicho antes no pasaba de unas cuantas opiniones sueltas, sólo opiniones, pertenecientes a otro mundo, no a éste, lo que él tendría que hacer, eso sí, era alzar las manos al cielo y agradecer la suerte de que las vergüenzas se queden en casa, por así decirlo, en vez de soportar el vejamen de saberse sostenido por las mujeres de los otros. Por la mujer del médico, para ser preciso y exacto, porque las restantes, exceptuando a la chica de las gafas oscuras, soltera y libre, de cuya vida disipada ya tenemos información más que suficiente, si tenían maridos no estaban allí. El silencio que siguió a la frase interrumpida parecía esperar que alguien aclarase definitivamente la situación, por eso no tardó mucho en hablar quien tenía que hacerlo, la mujer del primer ciego, que dijo sin que le temblase la voz, Soy como las otras, y lo que ellas hagan, lo haré yo, Sólo harás lo que yo diga, interrumpió el marido, Déjate de ejercer tu autoridad, que aquí no te sirve de nada, estás tan ciego como yo, Eso es una indecencia, En tu mano está no ser indecente, a partir de ahora no comas, ésta fue la cruel respuesta, inesperada en persona que hasta ese momento se había mostrado dócil y respetuosa con su marido. Se oyó una brusca carcajada, era la camarera de hotel, Vaya si comerá, pobrecillo, qué va a hacer si no, de repente la risa se convirtió en llanto, las palabras cambiaron, Qué vamos a hacer, dijo, era casi una pregunta, una pregunta apenas resignada para la que no existía respuesta, como un desalentado movimiento de cabeza, tanto así que la empleada del consultorio la repitió, Qué vamos a hacer. La mujer del médico alzó los ojos hacia las tijeras colgadas de la pared, por la expresión de ellos se diría que estaban haciéndole la misma pregunta, a no ser que buscasen una respuesta a la pregunta que las tijeras devolvían, Qué quieres hacer conmigo.