Al día siguiente, a la hora de la cena, si unos míseros mendrugos de pan duro y carne podre merecen tal nombre, aparecieron en la puerta de la sala tres ciegos del otro lado, Cuántas mujeres hay aquí, preguntó uno, Seis, respondió la mujer del médico con la buena intención de dejar fuera a la ciega de los insomnios, pero ella enmendó con voz apagada, Somos siete. Los ciegos se echaron a reír, Bueno, bueno, entonces vais a tener que trabajar mucho esta noche, y el otro sugirió, Quizá sería mejor ir a buscar refuerzos a la sala siguiente, No vale la pena, dijo el tercer ciego, que sabía aritmética, prácticamente tocan a tres hombres por cada mujer, ya verás cómo ellas aguantan. Se rieron otra vez, y el que había preguntado cuántas mujeres había, dio la orden, Venga, vamos, eso si queréis comer mañana y dar de mamar a vuestros hombres. Decían estas palabras en todas las salas, pero continuaban divirtiéndose tanto con la gracia como el día que la inventaron. Se retorcían de risa, pateaban, batían en el suelo con los garrotes, uno de ellos avisó súbitamente, Eh, si alguna está con sangre, no la queremos, será para la próxima, Ninguna está con sangre, dijo serenamente la mujer del médico, Entonces, preparaos, y no tardéis, que estamos esperando. Se volvieron y desaparecieron en el pasillo. La sala quedó en silencio, un minuto después dijo la mujer del primer ciego, No puedo seguir comiendo, casi no era nada lo que tenía en la mano y no conseguía comer, Ni yo, dijo la ciega de los insomnios, Ni yo, dijo aquella que no sabían quién era, Yo ya he acabado, dijo la camarera de hotel, también, dijo la empleada del consultorio, Yo vomitaré en la cara del primero que se acerque a mí, dijo la chica de las gafas oscuras. Estaban todas levantadas, trémulas y firmes. Entonces, la mujer del médico dijo, voy delante. El primer ciego se tapó la cabeza con la manta, como si eso le sirviese de algo, ciego ya estaba, el médico atrajo hacia él a su mujer y, sin hablar, le dio un rápido beso en la frente, qué más podía hacer él, a los otros hombres tanto les daba, no tenían ni derechos ni obligaciones de marido sobre ninguna de las mujeres que salían, por eso nadie podrá decirles, Cuerno consentidor es dos veces cuerno. La chica de las gafas oscuras se colocó detrás de la mujer del médico, luego, sucesivamente, la camarera de hotel, la empleada del consultorio, la mujer del primer ciego, aquella de quien nada se sabe, y, al fin, la ciega de los insomnios, una fila grotesca de mujeres malolientes, con las ropas inmundas y andrajosas, parece imposible que la fuerza animal del sexo sea tan poderosa, hasta el punto de cegar el olfato, que es el más delicado de los sentidos, siendo así que hay teólogos que dicen, aunque no con estas exactas palabras, que la mayor dificultad para poder vivir razonablemente en el infierno es el hedor que allí hay. Lentamente, guiadas por la mujer del médico, cada una con la mano en el hombro la siguiente, las mujeres empezaron a caminar. Iban todas descalzas porque no querían perder los zapatos en medio de las aflicciones y angustias por las que tendrían que pasar. Cuando llegaron al zaguán de entrada, la mujer del médico se encaminó hacia la puerta, querría saber si aún había mundo. Al sentir el frescor del aire, la camarera de hotel recordó asustada, No podemos salir, los soldados están ahí fuera, y la ciega de los insomnios dijo, Más valdría, al menos en un minuto estaríamos muertas, Nosotras, preguntó la empleada del consultorio, No, todas, todas las que estamos aquí, al menos tendríamos la mejor de las razones para estar ciegas. Nunca había pronunciado tantas palabras seguidas desde que la trajeron. La mujer del médico dijo, Vamos, sólo quien tenga que morir morirá, la muerte escoge sin avisar. Pasaron la puerta que daba acceso al ala izquierda, se metieron por los amplios corredores, las mujeres de las dos primeras salas podrían, si quisieran, decirles lo que les esperaba, pero estaban encogidas en sus camas, como bestias apaleadas, los hombres no se atrevían a tocarlas, ni siquiera intentaban acercarse a ellas porque empezaban a chillar.