Las orejas de Ron enrojecieron. Parecía pensar que había hablado demasiado, porque otra vez miró por la ventanilla.
Harry no creía que hubiera nada malo en no poder comprar una lechuza. Después de todo, él nunca había tenido dinero en toda su vida, hasta un mes atrás, así que le contó a Ron que había tenido que llevar la ropa vieja de Dudley y que nunca le hacían regalos de cumpleaños. Eso pareció animar a Ron.
—... y hasta que Hagrid me lo contó, yo no tenía idea de que era mago, ni sabía nada de mis padres o Voldemort...
Ron bufó.
—¿Qué? —dijo Harry.
—Has pronunciado el nombre de Quien-tú-sabes —dijo Ron, tan conmocionado como impresionado—. Yo creí que tú, entre todas las personas...
—No estoy tratando de hacerme el valiente, ni nada por el estilo, al decir el nombre
—dijo Harry—. Es que no sabía que no debía decirlo. ¿Ves lo que te decía? Tengo muchísimas cosas que aprender... Seguro —añadió, diciendo por primera vez en voz alta algo que últimamente lo preocupaba mucho—, seguro que seré el peor de la clase.
—No será así. Hay mucha gente que viene de familias
Mientras conversaban, el tren había pasado por campos llenos de vacas y ovejas. Se quedaron mirando un rato, en silencio, el paisaje.
A eso de las doce y media se produjo un alboroto en el pasillo, y una mujer de cara sonriente, con hoyuelos, se asomó y les dijo:
—¿Queréis algo del carrito, guapos?
Harry, que no había desayunado, se levantó de un salto, pero las orejas de Ron se pusieron otra vez coloradas y murmuró que había llevado bocadillos. Harry salió al pasillo.
Cuando vivía con los Dursley nunca había tenido dinero para comprarse golosinas y, puesto que tenía los bolsillos repletos de monedas de oro, plata y bronce, estaba listo para comprarse todas las barras de chocolate que pudiera llevar. Pero la mujer no tenía Mars. En cambio, tenía Grageas Bertie Bott de Todos los Sabores, chicle, ranas de chocolate, empanada de calabaza, pasteles de caldero, varitas de regaliz y otra cantidad de cosas extrañas que Harry no había visto en su vida. Como no deseaba perderse nada, compró un poco de todo y pagó a la mujer once
Ron lo miraba asombrado, mientras Harry depositaba sus compras sobre un asiento vacío.
—Tenías hambre, ¿verdad?
—Muchísima —dijo Harry, dando un mordisco a una empanada de calabaza.
Ron había sacado un arrugado paquete, con cuatro bocadillos. Separó uno y dijo:
—Mi madre siempre se olvida de que no me gusta la carne en conserva.
—Te la cambio por uno de éstos —dijo Harry, alcanzándole un pastel—. Sírvete...
—No te va a gustar, está seca —dijo Ron—. Ella no tiene mucho tiempo —añadió rápidamente—... Ya sabes, con nosotros cinco.
—Vamos, sírvete un pastel —dijo Harry, que nunca había tenido nada que compartir o, en realidad, nadie con quien compartir nada. Era una agradable sensación, estar sentado allí con Ron, comiendo pasteles y dulces (los bocadillos habían quedado olvidados).
—¿Qué son éstos? —preguntó Harry a Ron, cogiendo un envase de ranas de chocolate—. No son ranas de verdad, ¿no?—Comenzaba a sentir que nada podía sorprenderlo.
—No —dijo Ron—. Pero mira qué cromo tiene. A mí me falta Agripa.
—¿Qué?
—Oh, por supuesto, no debes saber... Las ranas de chocolate llevan cromos, ya sabes, para coleccionar, de brujas y magos famosos. Yo tengo como quinientos, pero no consigo ni a Agripa ni a Ptolomeo.
Harry desenvolvió su rana de chocolate y sacó el cromo. En él estaba impreso el rostro de un hombre. Llevaba gafas de media luna, tenía una nariz larga y encorvada, cabello plateado suelto, barba y bigotes. Debajo de la foto estaba el nombre:
—¡Así que éste es Dumbledore! —dijo Harry.
—¡No me digas que nunca has oído hablar de Dumbledore! —dijo Ron—. ¿Puedo servirme una rana? Podría encontrar a Agripa... Gracias...
Harry dio la vuelta a la tarjeta y leyó:
Harry dio la vuelta otra vez al cromo y vio, para su asombro, que el rostro de Dumbledore había desaparecido.
—¡Ya no está!