Goyle se inclinó para coger una rana de chocolate del lado de Ron. El pelirrojo saltó hacia él, pero antes de que pudiera tocar a Goyle, el muchacho dejó escapar un aullido terrible.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, mirando las golosinas tiradas por el suelo y a Ron que cogía a
—Creo que se ha desmayado —dijo Ron a Harry. Miró más de cerca a la rata—.
No, no puedo creerlo, ya se ha vuelto a dormir.
Y era así.
—¿Conocías ya a Malfoy?
Harry le explicó el encuentro en el callejón Diagon.
—Oí hablar sobre su familia —dijo Ron en tono lúgubre—. Son algunos de los primeros que volvieron a nuestro lado después de que Quien-tú-sabes desapareció.
Dijeron que los habían hechizado. Mi padre no se lo cree. Dice que el padre de Malfoy no necesita una excusa para pasarse al Lado Oscuro. —Se volvió hacia Hermione—.
¿Podemos ayudarte en algo?
—Mejor que os apresuréis y os cambiéis de ropa. Acabo de ir a la locomotora, le pregunté al conductor y me dijo que ya casi estamos llegando. No os estaríais peleando,
¿verdad? ¡Os vals a meter en líos antes de que lleguemos!
—
—Muy bien... Vine aquí porque fuera están haciendo chiquilladas y corriendo por los pasillos —dijo Hermione en tono despectivo—. A propósito, ¿te has dado cuenta de que tienes sucia la nariz?
Ron le lanzó una mirada de furia mientras ella salía. Harry miró por la ventanilla.
Estaba oscureciendo. Podía ver montañas y bosques, bajo un cielo de un profundo color púrpura. El tren parecía aminorar la marcha.
Él y Ron se quitaron las camisas y se pusieron las largas túnicas negras. La de Ron era un poco corta para él, y se le podían ver los pantalones de gimnasia.
Una voz retumbó en el tren.
—Llegaremos a Hogwarts dentro de cinco minutos. Por favor, dejen su equipaje en el tren, se lo llevarán por separado al colegio.
El estómago de Harry se retorcía de nervios y Ron, podía verlo, estaba pálido debajo de sus pecas. Llenaron sus bolsillos con lo que quedaba de las golosinas y se reunieron con el resto del grupo que llenaba los pasillos.
El tren aminoró la marcha, hasta que finalmente se detuvo. Todos se empujaban para salir al pequeño y oscuro andén. Harry se estremeció bajo el frío aire de la noche.
Entonces apareció una lámpara moviéndose sobre las cabezas de los alumnos, y Harry oyó una voz conocida:
—¡Primer año! ¡Los de primer año por aquí! ¿Todo bien por ahí, Harry?
La gran cara peluda de Hagrid rebosaba alegría sobre el mar de cabezas.
—Venid, seguidme... ¿Hay más de primer año? Mirad bien dónde pisáis. ¡Los de primer año, seguidme!
Resbalando y a tientas, siguieron a Hagrid por lo que parecía un estrecho sendero.
Estaba tan oscuro que Harry pensó que debía de haber árboles muy tupidos a ambos lados. Nadie hablaba mucho. Neville, el chico que había perdido su sapo, lloriqueaba de vez en cuando.
—En un segundo, tendréis la primera visión de Hogwarts —exclamó Hagrid por encima del hombro—, justo al doblar esta curva.
Se produjo un fuerte ¡ooooooh!
El sendero estrecho se abría súbitamente al borde de un gran lago negro. En la punta de una alta montaña, al otro lado, con sus ventanas brillando bajo el cielo estrellado, había un impresionante castillo con muchas torres y torrecillas.
—¡No más de cuatro por bote! —gritó Hagrid, señalando a una flota de botecitos alineados en el agua, al lado de la orilla. Harry y Ron subieron a uno, seguidos por Neville y Hermione.
—¿Todos habéis subido? —continuó Hagrid, que tenía un bote para él solo—.
¡Venga! ¡ADELANTE!
Y la pequeña flota de botes se movió al mismo tiempo, deslizándose por el lago, que era tan liso como el cristal. Todos estaban en silencio, contemplando el gran castillo que se elevaba sobre sus cabezas mientras se acercaban cada vez más al risco donde se erigía.
—¡Bajad las cabezas! —exclamó Hagrid, mientras los primeros botes alcanzaban el peñasco. Todos agacharon la cabeza y los botecitos los llevaron a través de una cortina de hiedra, que escondía una ancha abertura en la parte delantera del peñasco.
Fueron por un túnel oscuro que parecía conducirlos justo por debajo del castillo, hasta que llegaron a una especie de muelle subterráneo, donde treparon por entre las rocas y los guijarros.
—¡Eh, tú, el de allí! ¿Es éste tu sapo? —dijo Hagrid, mientras vigilaba los botes y la gente que bajaba de ellos.