—¡Ah, los detalles! —dijo Bagman, haciendo un gesto con la mano para echar a un lado aquella palabra como si fuera una nube de mosquitos—. Han firmado, ¿no es así?
Se han mostrado conformes, ¿no es así? Te apuesto lo que quieras a que muy pronto estos chicos se enterarán de algún modo. Quiero decir que, como es en Hogwarts donde va a tener lugar...
—Ludo, te recuerdo que tenemos que buscar a los búlgaros —dijo de forma cortante el señor Crouch—. Gracias por el té, Weatherby.
Le devolvió a Percy la taza, que continuaba llena, y aguardó a que Ludo se levantara. Apurando el té que le quedaba, Bagman se puso de pie con esfuerzo acompañado del tintineo de las monedas que llevaba en los bolsillos.
—¡Hasta luego! —se despidió—. Estaréis conmigo en la tribuna principal. ¡Yo seré el comentarista! —Saludó con la mano; Barty Crouch hizo un breve gesto con la cabeza, y tanto uno como otro se desaparecieron.
—¿Qué va a pasar en Hogwarts, papá? —preguntó Fred de inmediato—. ¿A qué se referían?
—No tardaréis en enteraros —contestó el señor Weasley, sonriendo.
—Es información reservada, hasta que el ministro juzgue conveniente levantar el secreto —añadió Percy fríamente—. El señor Crouch ha hecho lo adecuado al no querer revelar nada.
—Cállate, Weatherby —le espetó Fred.
Conforme avanzaba la tarde la emoción aumentaba en el cámping, como una neblina que se hubiera instalado allí. Al oscurecer, el aire aún estival vibraba de expectación, y, cuando la noche llegó como una sábana a cubrir a los miles de magos, desaparecieron los últimos vestigios de disimulo: el Ministerio parecía haberse resignado ya a lo inevitable y dejó de reprimir los ostensibles indicios de magia que surgían por todas partes.
Los vendedores se aparecían a cada paso, con bandejas o empujando carros en los que llevaban cosas extraordinarias: escarapelas luminosas (verdes de Irlanda, rojas de Bulgaria) que gritaban los nombres de los jugadores; sombreros puntiagudos de color verde adornados con tréboles que se movían; bufandas del equipo de Bulgaria con leones estampados que rugían realmente; banderas de ambos países que entonaban el himno nacional cada vez que se las agitaba; miniaturas de Saetas de Fuego que volaban de verdad y figuras coleccionables de jugadores famosos que se paseaban por la palma de la mano en actitud jactanciosa.
—He ahorrado todo el verano para esto —le dijo Ron a Harry mientras caminaban con Hermione entre los vendedores, comprando recuerdos. Aunque Ron se compró un sombrero con tréboles que se movían y una gran escarapela verde, adquirió también una figura de Viktor Krum, el buscador del equipo de Bulgaria. La miniatura de Krum iba de un lado para otro en la mano de Ron, frunciendo el entrecejo ante la escarapela verde que tenía delante.
—¡Vaya, mirad esto! —exclamó Harry, acercándose rápidamente hasta un carro lleno de montones de unas cosas de metal que parecían prismáticos excepto en el detalle de que estaban llenos de botones y ruedecillas.
—Son
—Ahora me arrepiento de lo que he comprado —reconoció Ron, haciendo un gesto desdeñoso hacia el sombrero con los tréboles que se movían y contemplando los omniculares con ansia.
—Deme tres —le dijo Harry al mago con decisión.
—No... déjalo —pidió Ron, poniéndose colorado. Siempre le cohibía el hecho de que Harry, que había heredado de sus padres una pequeña fortuna, tuviera mucho más dinero que él.
—Es mi regalo de Navidad —le explicó Harry, poniéndoles a él y a Hermione los omniculares en la mano—. ¡De los próximos diez años!
—Conforme —aceptó Ron, sonriendo.
—¡Gracias, Harry! —dijo Hermione—. Yo compraré unos programas...
Con los bolsillos considerablemente menos abultados, regresaron a las tiendas. Bill, Charlie y Ginny llevaban también escarapelas verdes, y el señor Weasley tenía una bandera de Irlanda. Fred y George no habían comprado nada porque le habían entregado todo el dinero a Bagman.
Y entonces se oyó el sonido profundo y retumbante de un gong al otro lado del bosque, y de inmediato se iluminaron entre los árboles unos faroles rojos y verdes, marcando el camino al estadio.
—¡Ya es la hora! —anunció el señor Weasley, tan impaciente como los demás—.
¡Vamos!
8
Los Mundiales de quidditch
Cogieron todo lo que habían comprado y, siguiendo al señor Weasley, se internaron a toda prisa en el bosque por el camino que marcaban los faroles. Oían los gritos, las risas, los retazos de canciones de los miles de personas que iban con ellos. La atmósfera de febril emoción se contagiaba fácilmente, y Harry no podía dejar de sonreír.