Ambas proposiciones de Murátov fueron aprobadas después de una corta discusión que se refirió fundamentalmente a los detalles técnicos.
Cuando se discutió la cuestión de qué aparatos precisamente era necesario establecer en las tres naves para los trabajos de localización en unas condiciones tan poco corrietes surgió una idea más. Era tan sencilla y natural que incluso nadie se dio cuenta a quién se le ocurrió. Puesto que era exactamente conocida la longitud de onda en que fue transmitida la señal al satélite y no había fundamento para pensar que podría cambiarse en el segundo o tercer caso, ¿no estaría bien impedir la transmisión y de esta forma obligar al satélite a que «no la oyera», y, por lo tanto, a no moverse de su sitio? La realización técnica de las interferencias de radio no representaba ninguna dificultad.
— En resumen — dijo Stone, clausurando la reunión — nuestro plan se reduce a lo siguiente. Rodearán al satélite tres naves. La «Titov», como la primera vez, se aproximará mientras no surja la señal. Después de que haya sido realizada la localización enviaremos un robot explorador, y si la aproximación transcurre felizmente a continuación saldrán dos personas. Si a pesar de todo el satélite se marcha, haremos un intervalo de varios días.
En la tercera expedición emplearemos las interferencias de radio. En el caso extremo, si todos los esfuerzos resultan vanos, destruiremos los dos satélites enviándoles cohetes cargados de antigás.
Todo se repitió con exactitud.
Cuando Véresov, lo mismo que la primera vez, llevó la «Titov» lentamente y con precaución cerca del satélite invisible, la aguja del gravímetro comenzó a moverse hacia la derecha marcando la presencia de su masa. Al igual que varios días antes al llegar a la misma división de la escala, se detuvo oscilando y… con rapidez se inclinó a la izquierda.
La estación de tierra confirmó: ¡El satélite marcha velozmente hacia adelante!
Repetía lo mismo de antes y esto ofrecía esperanzas para el éxito del plan pensado.
— ¡Comience la segunda aproximación! — ordenó Stone.
Murátov tuvo que reconocer que estaba emocionado. Según su teoría la señal de radio tenía que tener lugar en la segunda aproximación. Si apareciese en la tercera o en la cuarta tenía que reconocer su error. Nada de vergonzoso había en esto, pero no era muy agradable. Víktor sintió la mirada irónica de Serguéi y frunció el ceño.
Pasó una hora y la aguja del gravímetro se animó. En un lugar próximo volaba de nuevo el explorador enigmático del mundo extraño.
No soló Murátov estaba emocionado, lo estaban todos y se lo ocultaban uno a otro. Un sentimiento parecido al chovinismo, imperceptible para las personas, surgió en sus conciencias. ¿Era posible que la potente técnica de la Tierra no pudiera vencer la tesonería de esa técnica ajena que no quería descubrir sus secretos? ¿Era posible que las personas no pudieran obligarla a que lo hiciera?
Aunque había sido decidido destruir los dos satélites en caso de repetirse el fracaso, cada uno para sí no creía que, en realidad, esto se llevaría a cabo. ¡No! ¡Era necesario buscar y buscar! ¡Y buscar hasta conseguir un triunfo completo!
«¡Queremos saber lo que son, y tenemos que conseguirlo!»
Estas palabras no pronunciadas, dominaban en los pensamientos de todos aquellos, que de una forma o de otra, habían tenido algo que ver con el secreto cósmico.
La «Titov» continuaba aproximándose al satélite, mejor dicho adonde tenía que encontrarse, todavía más lentamente que antes. Era necesario mantener una velocidad uniforme, que después, al elaborar los datos de la localización, había que tener en cuenta para no cometer un error de decenas de kilómetros, ya que el lugar de las transmisiones podría encontrarse muy lejos. Al haber la más pequeña inexactitud las tres líneas de dirección no coincidirían allí donde se encuentra el transmisor.
En las naves de la expedición fueron instalados aparatos muy exactos. Si la transmisión partiera incluso de la órbita de Marte, que según la convicción general es la más extrema, el lugar necesario sería determinado dentro de un límite no mayor de un kilómetro cúbico.
Stone, Sinitsin y Murátov no apartaban los ojos de las escalas del gravímetro y del localizador, situados uno junto a otro en el cuadro de mandos. Y los tres advirtieron simultáneamente la tan ansiada señal.
— ¡Aquí está! — exclamó Stone.
Murátov suspiró quitándose un peso de encima. ¡La suposición era cierta! La señal apareció en el mismo momento que la vez pasada. Inmediatamente el satélite frenó y se quedó atrás. Otra vez lo mismo que antes.
— Sus acciones son uniformes, esto es un punto a nuestro favor — señaló Stone.
— Una prueba más de que allí no hay un ser vivo sino un cerebro electrónico — dijo Sinitsin.
«¡Qué cabezota!», pensó Murátov.
Ahora, cuando se había conseguido el primer objetivo de la expedición, no era necesario guardar «silencio». Las astronaves auxiliares comunicaron por radio que ellas también habían captado y registrado la señal.