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¿Es que piensas conseguir algo en este estado? No te pregunto si has dormido esta noche porque está claro que no. Pero por lo menos, ¿has comido algo?

— Me parece que sí.

— Pero a mí me parece que no. ¿Qué hora es?

– ¿Que, qué hora es?

— No sé — respondió confuso Sinitsin.

– ¡Hasta eso has llegado! No sabes ni siquiera la hora en que vives. Te impongo un ultimátum: inmediatamente te bañarás, desayunarás y te echarás a dormir.

¿Comprendes? ¡Inmediatamente! O ahora mismo me marcho. ¿Has comprendido?

– ¿Dormir? — refunfuñó Sinitsin —. No tengo tiempo. Siéntate y escucha.

— No voy a escuchar nada. No tengo ganas de conversar con un espantapájaros. ¿A quién te pareces? Es una pena que no haya un espejo.

Murátov se acercó a la ventana y levantó la cortina. Los rayos del sol invadieron el gabinete. Abrió de par en par la ventana.

– ¡Así tiene que ser! — Murátov sonrió al ver la mirada de asombro de su amigo —.

¡Ahora son las dos de la tarde! Es de día y no de noche como sin duda alguna piensas.

– ¿Las dos?

— Sí, según la hora local. Sinitsin se sometió al instante.

— Está bien — dijo —, acepto tu ultimátum. Resulta — añadió sonriéndose — que yo «martirizo» a la máquina no treinta horas, sino más de cincuenta. Esa es la causa de que se caliente así.

— Todavía mejor. ¡Dos días completos sin dormir y sin comer! ¡Y esta persona quiere resolver un complicado problema de matemáticas! No te ayudará a resolverlo no sólo tu máquina, sino tampoco el cerebro electrónico del Instituto de cosmonáutica.

— Tampoco podrá resolverlo. Nadie podrá, si tú o yo no ofrecemos las premisas justas.

¡Ciento veintisiete variantes! — exclamó Sinitsin —. ¡Ciento veintisiete! Y todo en vano.

– ¡Vístete! — Murátov levantó la segunda cortina, desconectó la máquina y apagó la luz —. No creo que vayas a casa así. No estamos en la playa.

Sinitsin comenzó a vestirse lentamente.

Un sentimiento de pena o enojo se agitaba en el alma de Murátov. Serguéi se acostará y dormirá no menos de diez horas. ¿Qué hacer durante todo este tiempo?

— Si lo haces de una forma corta y general ¿de qué se trata? — preguntó indeciso Murátov.

Sinitsin miró con asombro a su amigo y ambos se rieron.

Sobre el Continente Sudamericano la noche sin luna extendía su manto cubierto de estrellas. Desde la ventana del gabinete se veía perfectamente la brillante Cruz del Sur.

Constelaciones de forma desconocida centelleaban en el abismo negro aterciopelado. En un lugar, entre ellas, pero cerca, muy cerca de la Tierra, flotaba, posiblemente ahora mismo, el enigma indescifrable.

Murátov, a pasos lentos, había cruzado innumerables veces el gabinete. Las ventanas estaban abiertas de par en par. Lucía sólo una lámpara de mesa que iluminaba parte de ella y el tablero de la computadora.

En el gabinete se había establecido el orden. Las fichas programáticas, que Sinitsin había desparramado por toda la habitación, habían sido recogidas y se encontraban en tres pilas cuidadosamente colocadas en un extremo de la mesa. En otro extremo se veía una pila de nuevas fichas que ahora utilizaba Murátov.

¡Todo en vano! El enigma continúa siendo enigma.

Ciento veintisiete variantes había experimentado Sinitsin y diecisiete Murátov, ¡y nada había cambiado!

Habían conversado dos horas durante el día. Serguéi volvió a adquirir la tranquilidad y exactitud inherente a él. Informó detallada y profundamente de todo el problema a Murátov. Ahora Víktor sabía tanto como Serguéi.

Claro que se podía pedir ayuda al Instituto de cosmonáutica, pero Serguéi no quería y Víktor comprendía perfectamente a su amigo. El había empezado y lo llevaría hasta el fin.

Al Instituto, indudablemente, había que dirigirse, pero era muy diferente presentarse con el descubrimiento terminado o con las manos vacías. Siempre es desagradable el reconocer su impotencia. ¡Serguéi tenía razón! Contar con Víktor era otra cosa. Entre ellos no había secretos. Si el enigma lo descifra Víktor es lo mismo que si lo hubiera hecho Serguéi.

¿Pero cómo descifrarlo?

Exteriormente Murátov estaba tranquilo pero en su interior bullía una tempestad. Ya hacía diez horas que Serguéi dormía profundamente y él estaba empantanado sin haber avanzado un paso hacia el descubrimiento. Nunca había ocurrido tal cosa. Es cierto, que era la primera vez que resolvía un problema de este tipo.

¡Y parece todo tan sencillo! El radar indicó ocho veces durante una semana la presencia de un cuerpo extraño en el espacio. ¡Ocho puntos en la órbita! Cuando son suficientes tres para calcular rápida y exactamente cualquier otro.

Pero los cálculos invariablemente iban a parar a un callejón sin salida, entrando en contradicción flagrante con las leyes de la mecánica celeste…

¿Es posible que haya más de un cuerpo? ¿Que haya dos, tres o más? Pero Serguéi consideraba que esto era imposible y Murátov estaba de acuerdo con él. Había varios cuerpos próximos a la Tierra y ni uno solo había entrado en el campo visual del telescopio. ¡Esto era inconcebible! Lo más probable es que fuera sólo uno.

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