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Los observatorios terrestres habían transmitido unas quince veces que coincidían las coordenadas de la nave con las del satélite, que ambas habían sido registradas por los radares en un mismo punto y que como consecuencia se encontraban en una misma línea, según el «rayo visual» de las instalaciones de radar.

Pero no había forma de encontrar el satélite.

Numerosos aparatos, instalados en un enorme bastidor que ocupaba una gran parte de la sala de trabajo de la nave, no percibían nada. Sólo el determinador gravitacional, o gravímetro, como le llamaban frecuentemente, mostraba la existencia de una masa considerable en el espacio próximo, que a simple vista parecía completamente vacío.

El satélite, sin duda alguna, se encontraba muy cerca.

Por desgracia, eran insuficientes las indicaciones sólo de un gravímetro para acercarse a un cuerpo invisible. Era necesario sondearlo con otros aparatos, que indicaran no sólo la masa, sino la dirección exacta hacia ella y también la distancia.

Estos datos todavía no existían.

El satélite manifestaba claramente el deseo de no «entregarse en las manos» fácilmente…

Al principio todo marchó como sobre ruedas. El comandante de la «Titov», Yuri Véresov, experimentado astronauta, puso su nave con mucha seguridad en la trayectoria necesaria y, observando las indicaciones de la Tierra, «se colocó» pegado al satélite. Entonces llegó el primer comunicado sobre la coincidencia de las coordenadas. Parecía que el objetivo había sido conseguido y que lo restante era sencillo: pegarse bordo con bordo y comenzar a observar al «huésped».

Pero esto era sólo en apariencia.

La «Titov» se acercaba despacio y con precaución al objetivo. Nadie sabía qué esperaba a las personas en la aproximación al «extranjero», cómo recibiría la astronave terrestre, qué medios de «defensa» habían establecido en él los desconocidos amos.

Podría ser posible que hubieran decidido que las personas de la Tierra no debían conocer, bajo ningún pretexto, a sus exploradores, pues no en balde fueron adoptadas tan numerosas medidas de precaución.

En una sola cosa había completa seguridad: ¡los satélites no eran de antisubstancia!

— Puede explotar si nos acercamos demasiado, — supuso Stone —. ¿No es hora ya de enviar un robot?

— Creo que es pronto — contestó Sinitsin —. Es necesario acercarse más.

– ¿Y quién puede decir si estamos cerca o lejos? — preguntó Véresov.

— En primer lugar, esto nos indica el gravímetro. Sus indicaciones todavía no han llegado a los cálculos realizados por nosotros sobre la masa del satélite. Esto significa que por ahora está lejos. En segundo lugar, deben ya ponerse en funcionamiento otros aparatos. Los radares terrestres penetrarán en el satélite cualquiera que sea su defensa.

Lo cual quiere decir que nosotros podemos sondearlo aunque sea lo invisible que sea.

Los rayos infrarrojos… — Sinitsin se quedó con la palabra en la boca…

La aguja del gravímetro se inclinó fuertemente hacia la izquierda. Y casi en este mismo momento varios observatorios terrestres informaron inmediatamente que el satélite se había escapado de las pantallas de los radares, yendo hacia adelante y aumentando la velocidad.

Involuntariamente se preguntaron: «¿Es esto casual?»

— Como si nos hubiera olfateado — dijo Murátov.

Véresov conectó el acelerador.

La situación era de nuevo la misma aproximadamente al cabo de una hora. La aguja del gravímetro se desvió hacia la derecha.

Murátov no apartaba los ojos del ocular del telescopio. Le fue encargada la observación visual pero hasta ahora no había podido ver nada. Y de repente le pareció que una mancha opaca oscureció el refulgente campo de estrellas que rodeaba la astronave. Algo parecido un espectro, grande y oscuro, eclipsó los puntos no centelleantes de los astros formando un abismo negro en la inmensidad del cosmos.

Pero la visión apareció por un instante y desapareció. ¿Por fin se había conseguido ver el satélite misterioso, o fue un engaño de la vista cansada?

Murátov no dijo nada de lo que había visto a sus camaradas. De nada les hubiera servido.

Véresov comenzó de nuevo a aproximarse con precaución, dirigiéndose sólo por la aguja del gravímetro que se deslizaba suavemente hacia la derecha.

Se acercaba la masa desconocida.

Stone ya había extendido la mano hacia el botón. Una ligera presión y del cuerpo de la «Titov» se separaría un robotexplorador cósmico en forma de cohete pequeño, pero potente. Dirigido por el gravímetro portátil avanzaría hacia la masa vecina para adherirse a ella, y enviar a la nave las señales de sus aparatos sensibles, capaces de escuchar lo «inescuchable» y de ver lo «invisible».

Algo había centelleado en la pantalla infrarroja.

Y… de nuevo un fuerte salto de la aguja hacia la izquierda. Un minuto de espera y la voz de la Tierra informó: ¡el satélite de nuevo se ha apartado, ha frenado, se ha rezagado!

Esto ya se parecía a una acción consciente.

Véresov pone en funcionamiento los motores de freno.

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