Читаем Guianeya полностью

– ¿Entonces por qué se detuvieron sólo unos minutos?

Leguerier se encogió de hombros.

– ¡Historia no clara! — repitió.

La escafandra estaba hecha de tal forma que se podía quitar sin ayuda de nadie pero no se podía poner. Esto se puso en claro cuando hubo que trasladar a Guianeya a la nave insignia de la escuadrilla.

Hubo que romperse la cabeza para llegar a comprender la construcción desconocida.

El traje de Guianeya era muy incómodo desde el punto de vista terrestre. No se lo podía uno poner, era necesario «entrar» en él. Y nadie de la Tierra podía hacer esto, si no era un verdadero acróbata.

Guianeya resolvió con facilidad esta difícil tarea. Se introdujo, mejor dicho se deslizó en la escafandra con una inconcebible rapidez y ligereza.

No podía ser que esta escafandra hubiera sido especialmente preparada para ella, probablemente era igual que las restantes escafandras que había en la nave de los huéspedes. Es decir, Guianeya no era ninguna excepción entre su pueblo. Todos eran tan ágiles y ligeros como ella.

Ahora era necesario hermetizar la escafandra, pero Guianeya ni con un solo gesto intentó prestar ayuda. Estaba de pie y esperaba, como si le fuera indiferente ir a la Tierra o quedarse en Hermes.

– ¡Qué terquedad! — gruñó Weston, mirando atentamente las largas bandas que pendían por los bordes de las tapas de la escafandra —. La desgracia es que hay que hacer esto lo más pronto posible, si no se asfixiará antes de llegar a la nave. ¿Es posible que no comprenda esto?

— Puede ser que no sepa como manejar la escafandra — supuso Murátov.

– ¡Qué te crees tú eso! Lo sabe muy bien, pero no quiere ayudar. ¡Mira, Víktor! Me parece que ya lo sé. Estas bandas deben adherirse a las ranuras. De otra forma no puede ser.

– ¡Hagamos la prueba! Mira a ver, aquí, en el costado.

La suposición de Weston se justificó. Las bandas que parecían metálicas, se adhirieron a las ranuras con un chasquido seco, quedando éstas completamente tapadas.

Murátov observó dos abultamientos apenas perceptibles en las terminaciones de las bandas. Presionó en uno de ellos y la banda se desprendió.

— Todo está claro — dijo Murátov —. La mano con el guante metálico puede presionar en este abultamiento, pero uno solo no puede ponerse la escafandra. De esto se deduce — añadió dirigiéndose a Leguerier — que alguien ayudó a Guianeya en la huida.

El astrónomo no contestó nada.

– ¡Por fin! — respiró con satisfacción Weston sujetando la banda en su lugar —. ¿Está bien? — preguntó a Guianeya.

Por lo visto la expresión de la cara y la entonación de la voz fueron lo suficiente elocuentes para que Guianeya comprendiera la pregunta del ingeniero e inclinara la cabeza.

Weston sujetó todas las demás bandas, quedando sólo una, entre el cuello de la escafandra y el casco. La tenía que sujetar el mismo Murátov cuando todo estuviera preparado para la salida. Ni un minuto de más debía encontrarse Guianeya sin el aire de la habitación. La escuadrilla se encontraba a unos seiscientos metros de la puerta exterior del observatorio.

Tuvieron lugar las últimas despedidas apresuradas y la puerta exterior se cerró. En la cámara quedaron Murátov, dos ingenieros de la escuadrilla y Guianeya.

Las personas se pusieron rápidamente sus escafandras. Leguerier decidió sacrificar el aire de la cámara y abrir la puerta exterior sin bombearlo.

Murátov sujetó la última banda. Guianeya ahora sólo podía respirar una cantidad ínfima de oxígeno que quedaba dentro de la escafandra.

«¿Y si nos hemos equivocado y la escafandra no está herméticamente cerrada?», esta pregunta alarmante cruzó por la imaginación.

No había tiempo para reflexionar.

El golpe convenido en la puerta interior… se abrió la puerta exterior. Inmediatamente se formó en la cámara el vacío completo.

Guianeya estaba tranquila. ¡Todo en orden!

Murátov decidió de antemano como obrar. Aunque en Mermes, gracias a la casi inexistencia de gravedad, no era difícil trepar por las rocas, todo esto exigía un gasto de energía muscular y como consecuencia de oxígeno.

Cogió a Guianeya en los brazos y subió casi corriendo por la pendiente escarpada del embudo. Murátov conocía bien el camino, decenas de veces lo había recorrido.

¿Cómo reaccionaría Guianeya ante esta «violencia» inesperada para ella? Murátov no sintió ninguna resistencia por parte de ella, incluso le pareció que se apretaba a su pecho facilitándole la tarea.

A la mitad del camino trasladó su carga a uno de sus acompañantes. Llegaron a las naves en menos de cinco minutos.

La cámara exterior de la astronave, que estaba ya abierta, se cerró en cuanto se encontraron dentro. La escalera fue retirada. Rápidamente la cámara se llenó de aire.

Esta vez se decidió, como medida de exclusión, no realizar la «limpieza» obligatoria.

Peligro casi no había, ya que en Hermes no existía atmósfera. Lo único que podían llevar consigo era el polvo en las botas de las escafandras. Pero podía hacerse inofensivo en el interior de la cámara después de llenarla de aire.

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