Un pájaro sobrevoló el lugar donde estuvo la Cúpula. Alice Appleton, que aún se encontraba en brazos de Rommie, miró hacia arriba y se rió.
16
Barbie y Julia estaban de rodillas, separados por el neumático, respirando por turnos del tubo. Observaron la caja mientras esta se alzaba de nuevo. Al principio lo hizo lentamente, y pareció quedarse flotando en el aire a casi dos metros de altura, como si dudara. Entonces salió disparada hacia arriba a una velocidad imposible de seguir para el ojo humano; habría sido como intentar seguir la trayectoria de una bala. La Cúpula se levantaba o, en cierto modo, tiraban de ella.
La brisa avanzaba hacia ellos. Barbie percibió cómo ondeaba la hierba a su paso. Sacudió a Julia del hombro y señaló hacia el norte. El asqueroso cielo gris volvía a ser de un azul casi deslumbrante. Podían ver de nuevo claramente los árboles llenos de vida.
Julia apartó la cabeza del tubo y respiró.
– No sé si es muy buena… -dijo Barbie, pero entonces la brisa los acarició. Vio cómo agitaba el pelo de Julia y sintió que le secaba el sudor de su rostro mugriento con delicadeza, como la mano de una amante.
Julia tosió de nuevo. Barbara le dio unas palmadas en la espalda mientras él respiraba por primera vez. El hedor aún no había desaparecido y le desgarró la garganta, pero era respirable. El aire viciado se desplazaba hacia el sur, mientras el aire fresco del TR-90 procedente del lado de la Cúpula -lo que había sido el TR-90 del lado de la Cúpula- ocupaba su lugar. La segunda vez que inspiró aire fue mejor; la tercera, aún mejor; la cuarta, un regalo de Dios.
O de una niña cabeza de cuero.
Barbie y Julia se abrazaron junto al cuadrado negro que la caja dejó en el suelo, donde no volvería a crecer nada, nunca más.
17
– ¡Sam! -gritó Julia-. ¡Tenemos que ir a buscar a Sam!
Seguían tosiendo mientras corrían hacia el Odyssey, pero Sam ya no tosía. Estaba desplomado sobre el volante, con los ojos abiertos, respirando débilmente. Tenía la parte inferior de la cara cubierta de sangre, y cuando Barbie lo echó hacia atrás, vio que la camisa azul del anciano se había teñido de un púrpura sucio.
– ¿Puedes llevarlo? -preguntó Julia-. ¿Puedes llevarlo hasta donde están los soldados?
Por un instante la respuesta estuvo a punto de ser «No», pero Barbie dijo:
– Puedo intentarlo.
– No -susurró Sam, que los miró-. Me duele demasiado. -Un hilo de sangre manaba de su boca con cada palabra que pronunciaba-. ¿Lo has logrado?
– Ha sido Julia -dijo Barbie-. No sé exactamente cómo, pero lo ha logrado.
– Parte del mérito es del hombre del gimnasio -dijo ella-. Del hombre al que disparó el
Barbie se quedó boquiabierto, pero Julia no se dio cuenta. Abrazó a Sam y le dio un beso en ambas mejillas.
– Y el mérito en parte también es tuyo, Sam. Nos has traído hasta aquí y viste a la niña del quiosco de música.
– En mi sueño no eras una niña -dijo Sam-. Eras adulta.
– Pues la niña estaba ahí. -Julia se llevó las manos al pecho-. Y también está aquí. Vive.
– Ayúdame a salir de la camioneta -susurró Sam-. Quiero oler el aire fresco antes de morir.
– No vas a…
– Cierra el pico, mujer. Ambos sabemos la verdad.
Julia y Barbie agarraron a Sam cada uno de un brazo, lo levantaron con cuidado, y lo tumbaron en el suelo.
– Huele este aire -dijo Sam-. Dios bendito. -Respiró profundamente y tosió un poco de sangre-. Me llega cierto olor a madreselva.
– A mí también -dijo Julia, y le apartó el pelo de la frente.
Sam puso una mano sobre la de Julia.
– ¿Se… se han arrepentido?
– Solo había una -respondió Julia-. Si hubiera habido más, no habría funcionado. No se puede luchar contra una multitud azuzada por la crueldad. Y no… no se ha arrepentido. Ha tenido compasión, pero no se ha arrepentido.
– No son como nosotros, ¿verdad? -susurró el anciano.
– No, en absoluto.
– La compasión es para los fuertes -dijo Sam; suspiró-. Yo solo puedo arrepentirme. Lo que hice fue por culpa del alcohol, pero aun así me arrepiento. Si pudiera enmendaría todo lo hecho.
– Fuera lo que fuese, al final lo has compensado -terció Barbie; le agarró la mano izquierda. La alianza, grotescamente grande para tan poca carne, bailaba en el dedo corazón.
Los ojos de Sam, de un azul yanqui desvaído, se volvieron hacia él, e intentó sonreír.
– Quizá sí… por todo lo que he hecho. Pero he sido feliz en el proceso. No creo que se pueda compensar una cosa como… -Empezó a toser de nuevo, y escupió más sangre con la boca desdentada.
– Ya vale -dijo Julia-. No intentes hablar más. -Estaban arrodillados, uno a cada lado de Sam. Julia miró a Barbie-. Olvídate de llevarlo a ningún lado. Ha sufrido un desgarro interno. Vamos a tener que ir a pedir ayuda.
– ¡Oh, el cielo! -dijo Sam Verdreaux.