Te puse el disco, El Lamento de Ariadna
, y lo escuchaste silenciosa y recogida en ti, sin más (entonces) en el mundo que la música y tú misma: el sentimiento que en tu interior manase; y cuando se acabó, me pediste que lo pusiera otra vez, y como comprendí que lo que estaba sucediendo te pertenecía enteramente, y acaso formaba parte de tu secreto, aproveché el silencio para ir a la cocina y preparar la cena. Me llegaban las voces de la povera Arianna y su insistencia en suplicar que la dejasen morirse, y yo me ajetreaba con el guiso de pescado y la colocación de unos vasos en la mesa; con cuidado, no fuera algún ruido extemporáneo a perturbarte el éxtasis. Nunca te dije que asomé la cabeza y te vi con los ojos cerrados (la música había terminado ya) y muy quieta. Entonces le tuve envidia a Claire por vez primera: una envidia, por entonces, de amigo, qué caray, no pienses que le deseé la muerte para que me quedases en herencia: sencillamente sentí que ya me gustaría saber de una muchacha como tú que cerrase por mí los ojos y se dejase llevar por una música cualquiera, aunque no fuese aquélla. Apareciste, recuperada para el tiempo y la vida, en la puerta de la cocina, sin decir nada, resplandeciente como si te acompañase un halo, aunque sólo con una sombra de sonrisa, ¿reminiscencia de la dicha inmediata, del viaje feliz a que tu alma, quizá también tu cuerpo, se hubieran entregado? A partir de aquel momento nada importante sucedió, sino la misma escena, aunque con variantes, de muchos otros atardeceres con invitada, cuando alguna de mis alumnas queda a cenar conmigo, y, después, en vez de escuchar música a mi lado, me suplica que le explique algún punto difícil del tópico en que trabaja. ¡Ah, mis alumnas no me besan «dans la bouche», como tú al profesor, aunque algunas veces me hagan regalos prácticos de esos que revelan su preocupación por mi soledad: una pieza de queso francés, o un frasco de mermelada traída de importación y adquirida para mí en un lejano mercado de Quebec! Me ayudaste a recoger la mesa y hasta te empeñaste en fregarme la loza, amontonada en el vertedero desde hacía una semana.No me pareciste entonces muy distinta de las otras, si no fuera por el color de tu piel, por tus cabellos oscuros, por tus ojos; pero tampoco tu aspecto te singularizaba, a primera vista al menos, ya que chicas de tu aire las va habiendo cada vez más, hijas de emigrantes o, como tú, emigrantes ellas mismas. Tenía entonces alguna así en mis clases: a María la recuerdas, italiana, que se casó con Mario, francés de origen, y se marcharon a Honolulú; y a Vittoria, aquella que servía de camarera en L'École
y escribió una tesis tan bonita sobre Gaspara Stampa. Ahora mismo, si no recuerdo mal, tengo una dálmata y una veneciana, pero ya no se les nota: han olvidado la lengua y comen, ¡ay!, perros calientes a troche y moche. Te puedo asegurar que ninguna de ellas ha venido ni creo que venga jamás a cenar a mi casa.Aquella noche, nevando, sin automóvil, distante cuatro millas de tu rincón en la ciudad, no tenías más remedio que quedarte. Lo tratamos durante la cena o, con más exactitud, lo planteaste y resolviste por tu cuenta. «No tendrá incoveniente, dijiste, en que pase esta noche en el piso de Claire.» «Por supuesto que no.» «Y en que mañana salga a buscar mi coche antes de que usted despierte.» «No soy madrugador.» «Pero, si quiere, paso después a recogerlo y lo llevo a la universidad. Con esta nieve…»