2. – Querida Ariadna: ¿Ves cómo van enredándose las cosas, o mejor, unas palabras con otras, y se acaba escribiendo lo que no se tenía pensado? En las páginas que van delante hubiera debido recordar aquella primera tarde de la Isla, cuando fuimos a visitar la cabaña cuyo alquiler me habías aconsejado sin más razones que la tranquilidad del sitio y la inminencia del otoño, especialmente bello en aquel bosque. Todavía verdeaban los árboles, aunque en las granjas del camino hubiéramos comprado ya la sidra y las manzanas, y aunque en el aire quieto runruneasen los insectos su canción de despedida. Lucía un sol dorado que se estaba poniendo, y un pájaro cuyo nombre dijiste y he olvidado chillaba en unas matas. Franqueaste la puerta de la cabaña y me invitaste a entrar, como si fueras la huéspeda: igual en gesto y ademán a la primera vez que me llevaste a tu casa (me diste de comer huevos a la florentina, ¿lo recuerdas?, un menú de protesta contra el habitual bistec). Y como yo te lo hiciera notar, me respondiste: «La administración de la universidad me otorga un tanto por ciento muy sustancioso sobre la renta de la cabaña si consigo que algún amigo la alquile. Conviene ser amable con cualquier candidato, aunque seas tú». «Y si no es amigo, ¿no?» «Es que, si no es amigo, no me atrevo a proponérselo. Sabes que soy bastante tímida.» En fin, que yo hice caso a la invitación, más que por las palabras, por la gracia de tu cuerpo, curvado y sonriente. Penetraba la luz, amortiguada ya por los abedules del jardín, pero con fuerza para encender el aire. Una vez dentro, me lo mostraste todo, sin dejar un rincón, lo mismo lo poético que lo práctico: la habitación que en seguida llamamos del pirata, por su cama naval, sus grabados de pesca de ballenas y el barquito en un frasco colgado mismo en la cabecera. «Mira qué bien podrás trabajar aquí, cuando el salón te canse»: la mesa junto a la ventana, los plúteos vacíos del estante, un antiguo tintero de porcelana, de esos con agujeros para meter plumas de ave, que estaba allí quizás para anticuar el ambiente lo mismo que una palabra arcaica anticúa un párrafo entero. «¿No te gusta?» «¡Pues claro que me gusta! Pero colgaré el barquito embotellado aquí, junto a la mesa y a la altura de mis ojos, de modo que cuando los levante y mire, me invite el barco a soñar.» Entonces me llevaste a la cocina.