La voz desconocida relataba los acontecimientos ocurridos siete meses después del último mensaje enviado a la Tierra. Un cuarto de siglo antes, al cruzar un cinturón de hielo cósmico en el límite del sistema de Vega, el Argos había sufrido una avería. Taponada la brecha abierta en la popa, la astronave continuó su viaje, pero el accidente había alterado el supersensible reglaje del campo de protección de los motores. Tras una lucha de veinte años, hubo que detenerlos. El Argos siguió volando por inercia, durante cinco años más, hasta que la inexactitud natural del curso la desvió. Entonces fue lanzado el primer mensaje. Se disponían a mandar el segundo cuando la nave cayó en el radio de acción del sistema de la estrella de hierro. Luego le ocurrió lo que a la Tantra, con la sola diferencia de que el Argos, privado de sus motores de marcha, no pudo reemprender el vuelo. Tampoco podía convertirse en satélite artificial del planeta, pues los motores planetarios de aceleración, situados en la parte de popa, estaban tan inservibles como los de anamesón. El Argos tomó tierra felizmente en la baja meseta costera. La tripulación acometió las tres tareas más apremiantes: reparar los motores — si era posible —, enviar un llamamiento a la Tierra, pidiendo socorro, y estudiar el planeta desconocido. Antes de que hubieran terminado el montaje de la torreta de lanzamiento del cohete, los exploradores empezaron a desaparecer misteriosamente. Los enviados para buscarlos no regresaron tampoco. Entonces cesó la exploración del planeta; únicamente salían del Argos todos juntos, para ir a construir la torreta, y permanecían largo rato metidos en la hermética astronave durante los descansos de aquel trabajo, terriblemente agotador a causa de la fuerza de gravedad. En su afán de lanzar el cohete cuanto antes, ni siquiera empezaron a examinar otra astronave, cercana a la suya, que debía de encontrarse allí desde hacía mucho tiempo.
« ¡El disco! », pasó fugaz por la mente de Niza. Sus ojos se encontraron con los del jefe, que, comprendiendo su pensamiento, asintió con la cabeza. De los catorce tripulantes del Argos, sólo ocho habían quedado con vida. Más adelante, en el diario hablado había una interrupción de tres días; después de ésta, lo reanudó una voz aguda de mujer joven:
« Hoy, día doce del séptimo mes del año trescientos veintitrés del Circuito, nosotros, los supervivientes, hemos terminado los preparativos para el lanzamiento del cohete-emisor.
Mañana, a esta misma hora… » Key Ber, instintivamente, miró a la graduación horaria al borde de la cinta, que iba devanándose: las cinco de la mañana, hora del Argos, pero ¿a qué hora de aquel planeta correspondería?…
« Enviaremos, siguiendo una trayectoria bien calculada… — la voz se cortó; luego, surgió de nuevo, más apagada y débil, como si la mujer se hubiera alejado del receptor —.
¡Conecto! ¡Otra vez!.. » El aparato calló, pero la cinta continuó devanándose. Los oyentes intercambiaron una mirada de ansiedad.
— ¡Algo ha ocurrido!.. — exclamó Ingrid Ditra.
Unas palabras presurosas, entrecortadas, salieron del magnetófono: « Se han salvado dos… Ella, Laik, no ha saltado lo bastante… el ascensor… ¡No han podido cerrar más que la segunda puerta! El mecánico Saj Kton se arrastra hacia los motores… utilizaremos los planetarios… Ellos, aparte de la furia y el espanto, no son nada. ¡Sí, nada!.. » Durante algún tiempo, la bobina de la cinta siguió girando silenciosa; luego, la misma voz volvió a hablar:
« Parece que Kton no ha podido llegar. Estoy sola, pero sé lo que hay que hacer. Antes de empezar — la voz se hizo más firme, adquiriendo gran fuerza de convicción —:
Hermanos, oíd mi advertencia: si encontráis al Argos, no abandonéis nunca la nave. » La desconocida dio un suspiro y dijo en voz queda, como para sí misma:
« Hay que averiguar qué ha sido de Kton. Cuando vuelva, explicaré con más detalle… » Oyóse un chasquido seco, y la cinta continuó devanándose unos veinte minutos más, hasta el final de la bobina. Pero los aguzados oídos esperaron en vano: la mujer no explicó nada más, porque seguramente tampoco había vuelto más.
Erg Noor desconectó el aparato y, dirigiéndose a sus compañeros, dijo:
— ¡Nuestras hermanas y nuestros hermanos muertos nos salvan la vida! ¿No percibís, acaso, la mano del fuerte hombre de la Tierra? Resulta que en la astronave hay anamesón. Y, por añadidura, hemos recibido la advertencia del peligro mortal que aquí nos acecha. Ignoro cuál será, pero debe de ser esta vida extraña. Si se tratase de fuerzas y elementos del Cosmos, éstos no sólo habrían matado a los tripulantes, sino averiado la nave. Después de recibir una ayuda semejante, sería una vergüenza que no salváramos la Tantra y no llevásemos a la Tierra los descubrimientos hechos por el Argos y por nosotros. ¡Que el grandioso trabajo de los muertos y su lucha de medio siglo contra el Cosmos no sean vanos!
— ¿Y cómo piensa usted tomar el combustible sin salir de la nave? — preguntó Key Ber.