Читаем La piel del tambor полностью

La luz crepuscular entraba a través del Cristo sin cuerpo de la vidriera rota, tiñendo de rojo las gotas de sudor en el blando perfil de Bonafé. Aún recurrió otra vez al pañuelo para enjugarse la cara. Y en ese momento oyó un suave roce a su espalda, mientras una ligera vibración estremecía la estructura del andamio.

XI El baúl de Carlota Bruner

Toda la sabiduría del mundo está en los ojos de esos muñecos de cera.

(Valéry Larbaud. Poemas)

El reloj inglés dio diez campanadas cuando terminaban los postres, así que Cruz Bruner propuso tomar café al fresco, en el patio. Lorenzo Quart ofreció su brazo a la duquesa para salir del comedor de verano, donde habían cenado entre bustos de mármol traídos cuatro siglos atrás de las ruinas de Itálica con el mosaico que adornaba el suelo del patio principal. En el corredor que lo circundaba, antepasados de expresión grave, gola blanca y oscuros ropajes, los miraron pasar desde sus lienzos bajo el artesonado mudejar. La anciana dama, que vestía de seda negra con pequeñas flores blancas en el cuello y los puños, se los iba mostrando a Quart, apoyada en su brazo: un almirante de la Mar Océana, un general, un gobernador de los Países Bajos, un virrey de las Indias Occidentales. Al pasar junto a los faroles cordobeses, la delgada sombra del sacerdote se proyectaba junto a la menuda y encorvada de la duquesa, entre los arcos de la galería. Y tras ellos, con sandalias, un vestido oscuro y ligero hasta los tobillos, un almohadón para su madre entre los brazos y una sonrisa silenciosa en los labios, caminaba Macarena Bruner.

Tomaron asiento en las sillas de hierro pintado de blanco; Quart entre las dos mujeres, junto a la fuente de azulejos dispuestos según las más rigurosas leyes de la heráldica. Las macetas cubrían el patio de flores y hojas verdes, y el aroma a jazmín se anunciaba en los brotes tiernos. Macarena despidió a la doncella cuando ésta puso en la mesita taraceada la bandeja del café, y ella misma fue sirviendo las tazas. Solo para Quart, cortado para ella. Una coca-cola no demasiado fría para su madre.

– Ya sabe que es mi droga -dijo la vieja dama, en respuesta al interés de Quart-. Los médicos me niegan el café.

Macarena dirigió un gesto desolado al sacerdote:

– Duerme muy poco, y si se acuesta pronto termina desvelándose a las tres o a las cuatro de la madrugada. Esto la ayuda a seguir despierta más tiempo. Por eso la toma así, cafeína incluida. Todos le decimos que no puede ser bueno, pero no hace caso a nadie.

– ¿Por qué había de haceros caso? -preguntó Cruz Bruner-… Esta bebida es lo único que me gusta de Norteamérica.

Macarena la miró con suave reproche:

– Gris también te gusta, mamá.

– Es verdad -concedió la anciana entre dos sorbos-. Pero ella es de California: casi española.

Macarena se volvió a Quart, que tenía plato y taza en las manos y removía el café con la cucharilla:

– La duquesa cree que en California los hacendados todavía visten traje charro y botones de plata, fray Junípero predica en las iglesias, y el Zorro cabalga por allí batiéndose a sable por los pobres.

– ¿Y no es así? -preguntó Quart, divertido.

Cruz Bruner hizo un vigoroso gesto afirmativo.

– Así debería ser -dijo, y luego miró a su hija como si el comentario del sacerdote fuera decisivo-. A fin de cuentas, tu architatarabuelo Fernando fue gobernador de California antes de que nos quitaran aquello.

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