Читаем La piel del tambor полностью

Inclinaba un poco la cabeza el Potro, del mismo modo que cuando era amonestado por el arbitro o aguantaba, estoico, broncas del público en plazas de polvo y sol.

– Lo de la gasolina -dijo la Niña Puñales – fue un aviso del Cielo. Las llamas del Purgatorio.

Seguía mirando, ausente, el último cartel de Manolete, y una mosca que había estado bebiendo en los rodales de vino de la mesa se paseaba por sus pulseras de plata. Don Ibrahim observó con ternura su perfil gitano, el maquillaje que se le cuarteaba en torno a las patas de gallo y sobre el carmín de la boca, y una vez más sintió la incómoda carga de la responsabilidad. El Potro levantó la cabeza para lanzarle una de esas miradas suyas de perro fiel. Sin duda había digerido ya el «tenéis mal fario» de Peregil, y aguardaba alguna señal para saber en qué plan iban a tomarse aquello. Don Ibrahim lo tranquilizó con una ojeada, que de nuevo paseó después por la ceniza de su cigarro antes de fijarla, llena de melancolía, en el sombrero panamá, colgado en el respaldo de la silla contigua junto al bastón que le había regalado María Félix. Y qué ocurre, se dijo tristemente clásico, cuando Ulises, de noche en la terrible lucidez del puente de su nave, oye romper arrecifes por la proa y siente, al mismo tiempo, fijos en él los ojos confiados de sus argonautas pelágicos. Atadme esa mosca por el rabo. De adivinar sus pensamientos, hasta el último argonauta saltaría por la borda. Y don Ibrahim, el primero.

– Un aviso del Cielo -admitió, dándole respaldo a la tesis de la Niña por respeto y a falta de otra cosa, mientras intentaba conferir a su semblante la adecuada gravedad homérica-. Al fin y al cabo no se puede luchar contra los elementos.

– Ozú.

Peregil resumió su parecer sobre los avisos celestiales con una blasfemia larga y barroca – relacionada con las hipotéticas bragas de la Virgen – que hizo levantar la cabeza, interesado, al camarero que fregaba vasos detrás del mostrador.

– ¿Eso -inquirió Peregil al recobrar aliento- quiere decir que os rajáis?

Don Ibrahim se puso en el pecho la mano del sello de oro falso, con dignidad ejemplar. Al hacerlo le cayó, por fin, la ceniza del habano sobre la barriga.

– Aquí no se raja nadie.

– Nadie -repitió el Potro como un eco, mirando ensimismado la lona del ring.

– Pues ya me contaréis vosotros -dijo Peregil-. El tiempo se acaba. En esa iglesia no puede haber misa el próximo jueves.

Alzó el ex falso letrado la mano:

– Descartado el continente -sugirió-, ocupémonos del contenido. Aunque por razones de conciencia hayamos decidido no atentar contra un recinto sagrado, no hay obstáculo, u óbice, para que nos ocupemos del elemento humano -le dio una chupada al cigarro, viendo alejarse el aro de humo habanero-. Me refiero al cura.

– ¿A cuál de los tres?

– Al párroco -don Ibrahim sonrió a medias, confidencial-. Según los informes obtenidos por la Niña en la vecindad y entre las feligresas, el vicario joven se marcha de viaje mañana martes, con lo que el titular de la parroquia queda solo ante el peligro -sus ojos enrojecidos y tristes, desprovistos de pestañas desde el episodio de la gasolina, se posaron en el sicario de Pencho Gavira-. ¿Me sigues, amigo Peregil?

– Te sigo -Peregil cambiaba de postura en la silla, interesado-. Pero no sé a dónde.

– Tú, o quien sea, no queréis que haya misa el jueves… ¿Correcto?

– Correcto.

– Pues si no hay cura, no hay misa.

– Claro. Pero el otro día me dijisteis que os daba escrúpulo de conciencia romperle una pierna al viejo. Y yo, dicho sea de paso, estoy de vuestra conciencia hasta los cojones.

– No hay que llegar tan lejos -el indiano miró alrededor y luego al Potro y a la Niña, antes de bajar el tono, cauto-. Imagínate que ese digno sacerdote, ese venerable ministro del Señor, desaparece dos o tres días sin menoscabo físico.

Un rayo de esperanza iluminaba la sonrisa del esbirro:

– ¿Podéis encargaros de eso?

– Claro -don Ibrahim le dio otra chupada al puro-. Algo limpio, sin complicaciones ni fracturas de por medio. Sólo te costará un poco más.

Peregil lo miró con desconfianza:

– ¿Cuánto más?

– Nada, poca cosa -don Ibrahim miró fugazmente a sus compadres y aventuró una cifra-: Kilo y medio por barba en concepto de alojamiento y dietas.

Cuatro millones y medio no eran nada a tales alturas, así que Peregil hizo un gesto para indicar que la cuestión carecía de importancia. En aquel momento estaba más tieso que la mojama; pero si resultaba, no era eso lo que iba a regatear Pencho Gavira.

– ¿Qué habéis pensado?

Miraba don Ibrahim por la ventana, hacia el estrecho arco blanco del callejón de la Inquisición, dudando si dar detalles. Sentía calor, mucho calor a pesar del vino fresco, y también el deseo de quedarse en mangas de camisa y respirar hondo. Cogió el abanico de la Niña y se dio aire. A saber cómo podía terminar aquello.

– Hay un sitio en el río -adelantó-. Un barco donde vive el Potro. Podemos retener allí al cura hasta el viernes, si quieres.

Peregil miró los ojos inexpresivos del Potro y enarcó las cejas:

– ¿Saldría bien?

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