Читаем La piel del tambor полностью

Era una ironía evidente. Las comodidades resultaban mínimas en el pequeño saloncito de la casa; un segundo piso cuyo estrecho balcón, adornado con macetas y protegido del calor y la luz por una estera de esparto, daba a la calle San José, en las proximidades de la Puerta de la Carne. Habían tardado sólo diez minutos en ir desde Nuestra Señora de las Lágrimas por calles que el sol convertía en hornos revocados de cal, con aquella claridad hiriente que penetraba hasta los más insospechados rincones. Sevilla era, sobre todo, luz. Paredes blancas y luz en todos sus matices, concluyó Quart, que había caminado junto a Gris Marsala en una especie de zigzag, buscando la sombra de los aleros y las esquinas como cuando en Sarajevo monseñor Pavelic y él se movían de resguardo en resguardo, a causa de los francotiradores.

Se detuvo en el centro de la habitación mientras guardaba las gafas de sol en el bolsillo interior de su chaqueta, y miró alrededor. Todo estaba inmaculadamente limpio y ordenado. Había un sofá tapizado en tela con tapetes de ganchillo en los brazos y el respaldo, un televisor, un pequeño mueble con libros y cintas musicales, una mesa de trabajo con lápices y bolígrafos dentro de jarras de cerámica, papeles y carpetas. Y un ordenador personal. Sintiendo los ojos de Gris Marsala, Quart fue hasta el PC: un 486 con impresora. Suficiente para Vísperas, aunque sin modem de conexión a la línea telefónica que estaba al otro extremo del cuarto. El teléfono, además, era de clavija antigua, directamente encastrada en la pared, incompatible con el ordenador.

Se acercó a mirar las cintas y los libros. En lo musical predominaba el barroco; pero encontró mucho flamenco clásico y moderno, con todo Camarón completo. Los libros eran tratados de arte y restauración, con manuales técnicos o estudios sobre Sevilla. Dos de ellos, Arquitectura barroca sevillana de Sancho Corbacho y la Guía artística de Sevilla y su provincia, estaban llenos de hojitas autoadhesivas con anotaciones, marcando páginas. El único libro religioso era una Biblia de Jerusalén en piel, de lomera muy gastada. En la pared, protegida por un cristal, había una lámina con la reproducción de un cuadro. Le echó un vistazo al pie impreso: La partida de ajedrez, de Pieter Van Huys.

– ¿Culpable o inocente? -preguntó Gris Marsala, a espaldas de Quart.

– Inocente, de momento -repuso éste-. Por falta de pruebas.

La escuchó reír mientras se volvía hacia ella, sonriendo también. Al hacerlo vio reflejada su imagen en la pared opuesta, a espaldas de la mujer, sobre un antiguo y bello espejo enmarcado en madera muy oscura. Era el único objeto que desentonaba en la modesta vivienda, y a Quart le llamó la atención. Debía de ser un espejo muy caro.

La monja siguió la dirección de su mirada.

– ¿Le gusta? -preguntó.

– Mucho.

– Pasé varios meses comiendo mortadela y pan Bimbo para poder pagarlo -se miró un momento en el espejo y encogió los hombros. Después fue a la cocina y vino con dos vasos de agua fresca.

– ¿Qué tiene de especial? -preguntó Quart una vez hubo dejado el vaso vacío en la mesa.

– ¿El espejo?… -Gris Marsala dudó un instante-. Puede considerarlo una especie de revancha personal. Un símbolo. Es el único lujo que me he permitido desde que vivo en Sevilla -miró a Quart con malicia burlona-. Eso, y dejar que un hombre, aunque sea cura, entre en mi casa -ladeó la cabeza, echando cuentas respecto a sí misma-. No son muchas debilidades, ¿verdad?, para tres años.

– Pero no me ha saltado encima -dijo Quart-. Se autocontrola bien.

– Es que las monjas veteranas somos gente dura.

Suspiró con exagerada tristeza antes de unir su sonrisa a la del sacerdote. Aún sonreía cuando cogió los dos vasos y los llevó a la cocina. Se oyó correr el agua del grifo y regresó un momento después, secándose las manos en el polo, el aire pensativo. Miró el espejo, el saloncito, y por fin de nuevo a Quart.

– Desde que eres novicia te enseñan que en la celda de una religiosa los espejos son peligrosos -dijo-. Tu imagen, según la regla, debe reflejarse en el rosario y el devocionario. No posees nada tuyo: el vestido, la ropa interior, incluso las compresas higiénicas, debes recibirlas de manos de la comunidad. La salvación de tu alma no tolera individualismos ni decisiones personales.

Se quedó callada como si ya hubiese dicho cuanto quería decir, y dio unos pasos hacia la ventana, alzando un poco la estera de esparto. La claridad inundó la habitación, deslumhrando a Quart.

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