Читаем La piel del tambor полностью

– ¿Por qué había de importarme?… No soy lesbiana, padre Quart. Se lo digo por si le preocupa la naturaleza de mi amistad con Macarena -soltó una corta carcajada, apoyándose con desenvoltura en la vieja puerta de roble. Seguía teniendo, pensó Quart una vez más, a pesar del pelo gris como su nombre y los cercos de edad en torno a los ojos, un cuerpo de muchacha delgada y ágil, subrayado por los téjanos ceñidos y aquellas silenciosas zapatillas blancas-. En cuanto a los varones en general y los sacerdotes atractivos en particular, tengo cuarenta y seis años y soy virgen por votos y voluntad propia.

Quart miró hacia la plaza por encima del hombro de la mujer, incómodo.

– ¿Qué le pasa a Macarena con su marido?

– Que ella lo ama -parecía un poco sorprendida, como si todo fuese tan evidente que sobraran las explicaciones. Después observó a Quart con atención, y en la boca se le dibujó una lenta sonrisa de ironía-. No ponga esa cara, padre. Salta a la vista que usted frecuenta poco el confesionario. No sabe nada de las mujeres.

Quart salió al exterior y el sol fue a caer sobre los hombros de su chaqueta negra como una manta de plomo. Gris Marsala lo siguió mientras sorteaba un montón de arena y gravilla y se detenía ante la hormigonera. El sacerdote miró la espadaña de la iglesia, entre los andamios de tablones y tubos atornillados, y al hacerlo su vista se detuvo en la Virgen decapitada sobre la puerta.

– Me gustaría visitar su casa, hermana Marsala.

El sonido de los pasos de la monja se detuvo sobre la gravilla.

– Me sorprende usted.

– No lo creo.

Hubo un silencio. Cuando Quart se giró hacia ella vio que lo observaba, entre molesta y divertida.

– Detesto eso de hermana Marsala. ¿O quizá sólo es una forma de darle tono oficial a la solicitud?… -ahora enarcaba las cejas, irónica-. Al fin y al cabo está proponiendo visitar la casa donde vive una monja sola. ¿No le preocupa el qué dirán? Monseñor Corvo, por ejemplo. O sus jefes en Roma… -se dio una exagerada palmada en la cadera, burlona, cual si acabara de caer en la cuenta-. Aunque, por supuesto, es usted quien informa a sus jefes de Roma.

Quart dudó un segundo entre fruncir el ceño o echarse a reír. Se echó a reír.

– Sólo es una sugerencia -dijo-. Una idea. Estoy reuniendo piezas de un rompecabezas -miró a su alrededor, otra vez la espadaña entre los andamios, la imagen mutilada, de nuevo a ella-. Ver cómo vive me ayudaría.

Ahora se enfrentaba directamente a sus ojos. Era sincero, y Gris Marsala se daba cuenta.

– Ya entiendo. Busca pistas del crimen, ¿verdad?

– Eso es.

– Ordenadores conectados con Roma y cosas así.

– Exacto.

– Y si me niego, ¿entrará de todos modos, igual que hizo en casa de don Príamo?

– ¿Cómo sabe eso?

– El padre Óscar me lo dijo.

Demasiada información circulando, pensó Quart, irritado. Se lo contaban todo unos a otros en aquel extraño club, y el único que obtenía las cosas con sacacorchos era él. Sintió un gran cansancio con el sol despiadado en la cabeza y los hombros; la tentación de soltarse el alzacuello o quitarse la chaqueta. Pero siguió inmóvil, una mano en el bolsillo, aguardando.

Gris Marsala se movía lentamente en torno a la hormigonera, con una mano en el borde. Miraba dentro igual que si esperase encontrar algo olvidado. También sonreía, reflexiva.

– ¿Por qué no? -dijo por fin-. Nunca ha ido un hombre a mi casa en estos tres años. No estará mal comprobar cómo se siente una -deslizó sobre Quart una larga ojeada valorativa e hizo una mueca-. Espero no arrojarme sobre usted apenas cierre la puerta… ¿Se defendería como Santa María Goretti, o está dispuesto a concederme alguna posibilidad? -con el dedo índice hizo un curioso gesto, un movimiento circular en torno a las patas de gallo que tenía alrededor de los ojos, y luego deslizó el dedo a lo largo de su nariz hasta la boca-. Aunque mucho me temo que a mi edad ya no soy una prueba para el celibato de nadie… Es duro, ¿sabe?, para cualquier mujer, darse cuenta de que ha perdido su atractivo para siempre -otra vez se endureció la expresión en los ojos claros, cuyas pupilas parecían desaparecer, contraídas por la luz cegadora de la plaza-. Sobre todo para una monja.

– Póngase cómodo -dijo Gris Marsala.

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