Читаем La piel del tambor полностью

Quart hizo un gesto de comprensión que no comprometía a nada. En ese momento pensaba en el informe que había recibido de Roma sobre aquella mujer, y que ahora estaba en su mesa del hotel, con algunos párrafos subrayados en rojo. Ingresó a los dieciocho años en una orden religiosa. Arquitectura y Bellas Artes en la Universidad de Los Ángeles, con cursos especializados en Sevilla, Madrid y Roma. Brillante expediente académico. Siete años profesora de arte. Cuatro años directora de un colegio religioso universitario de Santa Bárbara. Crisis personal con complicaciones de salud. Dispensa temporal indefinida. Tres años en Sevilla, donde vivía de dar clases a alumnos norteamericanos de Bellas Artes. Discreta, sin nada que señalar, apenas mantenía contacto con una residencia local de la orden a la que pertenecía. Domiciliada en vivienda particular. No había pedido separación del estado religioso. No constaba que hubiese realizado estudios especiales de informática.

Quart miró a la monja. Afuera, en la plaza, la luz subía de intensidad y el calor empezaba a hacerse notar. Agradeció el refugio fresco que brindaba la iglesia.

– Es su memoria recobrada, entonces, lo que la retiene aquí.

– Más o menos.

Gris Marsala sonrió tristemente, observando la medalla militar atada a las flores secas del ramo de novia, entre los exvotos del Nazareno -piernas, brazos, figurillas de latón y cera-, con aire de preguntarse el paradero de las manos que llevaron aquellas flores. Se había endurecido la expresión en sus ojos, cuya claridad intensificaba la luz exterior.

– Los futuristas -dijo, tras un nuevo silencio- propusieron dinamitar la ciudad de Venecia, para destruir así un modelo. Lo que entonces parecía una paradoja esnob se ha vuelto realidad en la arquitectura, en la literatura… En la teología. Arrasar ciudades bombardeándolas sólo es un ejemplo excesivo; un modo brutal de abreviar las cosas -sonreía ensimismada y triste, mirando el seco ramo de novia- Hay métodos más sutiles.

– Ustedes no pueden vencer -dijo suavemente Quart.

– ¿Nosotros?… -la monja lo miró sorprendida-. No se trata de un clan, o una secta. Sólo gente agrupada en torno a esta iglesia, cada uno con motivos personales distintos -movía la cabeza; todo aquello resultaba obvio- El padre Óscar, por ejemplo, es joven y ha descubierto una causa de la que enamorarse, como podría haber sido una mujer, o la Teología de la Liberación… En cuanto a don Príamo, me recuerda ese libro magnífico de un español a quien tuve ocasión de oír en la universidad. Ramón Sender: La aventura equinoccial de Lope de Aguirre. ¡Aquel conquistador pequeño, desconfiado y duro, que cojeaba de viejas heridas e iba siempre armado a pesar del calor, pues no se fiaba de nadie!… Igual que él, nuestro párroco ha decidido rebelarse contra un rey lejano e ingrato, y librar su guerra personal. ¿No tiene gracia?… También a tipos como Aguirre los reyes les enviaban gente como usted, con órdenes de cárcel o ejecución -suspiró, antes de guardar silencio un instante-. Imagino que es inevitable.

– Hábleme de Macarena.

Al escuchar el nombre, Gris Marsala miró a Quart con atención. Soportaba éste el escrutinio, impasible.

– Macarena -dijo por fin la monja- defiende su propia memoria: algunos recuerdos, el baúl de su tía abuela y las lecturas que la marcaron desde niña. Se debate en lo que ella misma, en sus momentos de humor, llama el efecto Buddenbroock: la conciencia de un mundo que se extingue, la tentación gatopardesca de aliarse con los advenedizos para sobrevivir. La desesperanza de la inteligencia.

– Cuénteme más cosas.

– No hay mucho más que contar. Todo está a la vista -Gris Marsala miró a través de la puerta abierta la plaza llena de sol-. Heredó un mundo que ya no existía, eso es todo. También ella es una huérfana que se aferra a los restos de su naufragio.

– ¿Y qué papel juego yo en todo esto?

Se sintió incómodo apenas la pregunta abandonó sus labios, pero ella no parecía darle demasiada importancia. Vio que movía los hombros bajo el polo manchado de yeso.

– No sé. Usted se ha convertido en el testigo -pareció reflexionar un poco más-. Todos están tan solos que necesitan a alguien que levante acta. Imagino que desean su comprensión, o más bien la de quienes lo enviaron aquí. Del mismo modo que Aguirre, en el fondo, anhelaba la de su rey.

– ¿También Macarena?

Esta vez Gris Marsala tardó un poco en responder. Miraba los rasguños en los nudillos de la mano de Quart.

– Usted le gusta-dijo al fin, con sencillez-. Como hombre, quiero decir. Y no me sorprende. No sé si es consciente, pero su presencia en Sevilla le da a todo un cariz especial. Imagino que ella intenta seducirlo, a su manera -sonrió quedamente, adoptando el aire de un chico malvado-. Y no me refiero al aspecto físico de la cuestión.

– ¿Le importa?

La monja le dirigió un vistazo de curiosidad desapasionada.

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