Puso gesto de pésame para suavizar el matiz. Tono grave, algo sobreentendido de hombre a hombre, conscientes ambos de las decisiones penosas que a veces imponía el progreso. Por el rabillo del ojo vio intensificarse el brillo socarrón tras los párpados entornados de Octavio Machuca, y recordó que el viejo estaba al corriente de que, entre las ofertas hechas por el Cartujano a Su Ilustrísima, se contaba un informe todavía inédito sobre las actividades contrarias al celibato de media docena de clérigos de su diócesis. Todos eran sacerdotes muy queridos en sus parroquias, y la publicación de tales datos, que incluían fotografías y declaraciones, habría causado serio revuelo. Aquilino Corvo no contaba con medios ni autoridad técnica para encarar el problema, y un escándalo podía obligarlo a tomar decisiones que deseaba menos que nadie. Aquellos sacerdotes eran buenos hombres; y en tiempos de cambio y escasez de vocaciones, cualquier decisión precipitada arriesgaba ser inoportuna, y lamentable. Por eso Monseñor había aceptado con alivio el compromiso de Gavira para comprar y bloquear el informe. En la Iglesia católica, problema aplazado significaba problema resuelto.
De todos modos, concluyó Gavira, era difícil que Octavio Machuca conociera el resto de la operación; aunque la mirada del viejo banquero le hiciera sospechar que estaba al corriente. Una sensación incómoda, habida cuenta que el propio Gavira era inspirador de la maniobra, tras pagar a la agencia de detectives que realizó el trabajo, y recurrir después a sus influencias en la prensa para camuflar de favor al arzobispo lo que, en rigor, no era sino una impecable acción de chantaje.
– Su Ilustrísima garantiza su neutralidad -comentó Machuca, todavía observando las reacciones de Gavira-. Pero me contaba hace un momento que la actuación disciplinaria contra el padre Ferro va despacio. Por lo visto -los párpados redujeron su mirada a una estrecha rendija- el sacerdote enviado de Roma no ha logrado reunir suficientes pruebas contra él.
Monseñor Corvo alzó una mano, sugiriendo mayor precisión. Ahora se le veía molesto bajo su placidez pastoral. No se trataba exactamente de eso, apuntó su voz grave, perfecta para el pulpito. El padre Lorenzo Quart no había ido a Sevilla para actuar contra el párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas, sino para proporcionar a
– ¿Quiere decir -Gavira fruncía el ceño, irritado- que no prevé un alejamiento próximo del padre Ferro?
Esta vez el arzobispo alzó ambas manos, como a punto de decirles
– Más o menos -ahora miraba la corbata de Gavira, evasivo-. Se conseguirá, por supuesto. Pero no en dos o tres días. Un par de semanas quizás -carraspeó incómodo-. Un mes, a lo sumo. Ya digo que el asunto está fuera de mis manos. Aunque tiene usted, por supuesto, toda mi simpatía.
Gavira alzó los ojos al Valdés Leal, dándose tiempo para reprimir cualquier inconveniencia. Sentía deseos de morderse los labios, o dar un golpe en la nariz del arzobispo. Contó hasta diez mirando los ojos vacíos de la Muerte, y al cabo se obligó a esbozar una sonrisa. Machuca no le quitaba ojo:
– Demasiado tiempo, ¿no es cierto? -preguntó el banquero.
Parecía dirigirse al arzobispo, pero las rendijas de sus párpados rapaces seguían apuntando a Gavira. Fue Monseñor quien se creyó en la obligación de responder. En lo que a su autoridad se refería -precisó-, mientras no llegara una orden de Roma y el padre Ferro continuase diciendo misa cada jueves, nada podía hacer.
Gavira no pudo disimular su mal humor:
– Tal vez Su Ilustrísima no necesitaba traspasar el tema a Roma -aventuró, áspero- Pudo decidir bajo su responsabilidad, cuando estábamos a tiempo.
El reproche hizo palidecer al arzobispo.
– Puede ser -se había erguido, mirando a Octavio Machuca de soslayo- Pero también los prelados tenemos nuestra conciencia, señor Gavira. Con su permiso.