Читаем La piel del tambor полностью

Cuando el alcalde de la ciudad declaró inaugurada la exposición El arte religioso en la Sevilla barroca, los aplausos llenaron los salones de la fundación cultural del Banco Cartujano. Después, una docena de camareros de chaquetilla blanca pasearon bandejas con bebidas y canapés mientras los invitados admiraban las obras maestras que durante veinte días iban a quedar expuestas en el edificio del Arenal. Entre el Cristo de la Buena Muerte de Juan de Mesa, cedido por la Universidad, y un San Leandro de Murillo procedente de la sacristía mayor de la Catedral, Pencho Gavira saludaba a los caballeros y besaba las manos de las damas, sonriendo a derecha e izquierda. Vestía un impecable traje gris marengo y la raya de su pelo engominado era tan perfecta como la blancura de los puños y el cuello de su camisa.

– Has estado muy bien, alcalde.

Manolo Almanzor, alcalde de Sevilla, cambió unas agradecidas palmaditas en la espalda con el banquero. Era un tipo bigotudo y regordete, con una cara honesta que le había valido el favor popular y una reelección; pero un escándalo de contrataciones irregulares, un cuñado enriquecido de forma oscura y la denuncia por acoso sexual planteada contra él por tres de sus cuatro secretarias en el Ayuntamiento lo dejaban con un pie en la calle a menos de un mes de las municipales.

– Gracias, Pencho. Pero éste es mi último acto público.

Sonreía el banquero, consolador:

– Ya vendrán tiempos mejores.

El alcalde movió la cabeza, dubitativo y triste. En todo caso, Gavira iba a endulzarle su adiós a la política. A cambio de la recalifícación municipal del solar de Nuestra Señora de las Lágrimas, el precontrato de venta y la retirada de todo impedimento al proyecto urbanístico en Santa Cruz, Almanzor obtenía la cancelación automática de cierto generoso crédito con el que acababa de adquirir una lujosa vivienda en el barrio más caro y exclusivo de Sevilla. Con su frialdad de jugador de póker, el director general del Cartujano se lo había resumido admirablemente días atrás durante una cena en el restaurante Becerra, al plantear sin rodeos la oferta: los duelos, alcalde, con pan son menos.

Pasó un camarero con una bandeja y Gavira cogió una copa de jerez frío, mojando los labios mientras miraba alrededor. Entre damas con vestido de cóctel y caballeros encorbatados -Gavira estipulaba esa prenda formal en todas las tarjetas de invitación para actos sociales del Cartujano- el segundo frente, el eclesiástico, también andaba por allí. Su Ilustrísima el arzobispo de Sevilla se movía por un ángulo de la sala junto a Octavio Machuca, en apariencia cambiando impresiones sobre el Valdés Leal cedido para la exposición por la iglesia del Hospital de la Caridad. In Ictu Oculi: la muerte apagando una vela ante la corona y las tiaras de un emperador, un obispo y un papa. Pero Gavira sabía que ése no era el tema de conversación.

– Cabrones -oyó decir al alcalde, a su lado.

Manolo Almanzor no se refería al arzobispo ni al banquero. Gavira vio que miraba en torno, a los invitados que le daban ostensiblemente la espalda. Toda Sevilla estaba al corriente de que duraría menos de un mes en el cargo. El candidato a sucederle, un político de su mismo partido -Andalucismo Andaluz-, andaba por el salón recibiendo parabienes anticipados con una sonrisa cauta. Gavira hizo un guiño de ánimo:

– Tómate una copa, alcalde.

Le alcanzó un whisky de la bandeja, y el otro apuró la mitad de un solo trago mientras clavaba en el banquero, con agradecimiento, su mirada de perro apaleado. Era sorprendente, reflexionó Gavira, la facilidad con que los muertos que se tienen de pie crean el vacío alrededor. Manolo Almanzor, en otro tiempo objeto de adulación, olía a cadáver político ambulante y nadie se acercaba ya, por miedo a quedar socialmente contaminado. Eran las reglas del juego: en su mundo no había piedad para los vencidos, salvo el trago de alcohol en vísperas de la ejecución. El mismo Gavira seguía a su lado, ofreciéndole whisky a cuenta del Cartujano tras hacerle inaugurar la exposición, en parte porque aún lo necesitaba, y en parte porque había comprado a aquel hombre y eso implicaba cierta responsabilidad para su orgullo. Se preguntó si alguna vez alguien le ofrecería una copa a él.

– Cárgate esa iglesia, Pencho -el alcalde apuraba su vaso, con rencor-. Construye lo que te salga de los huevos y jódelos a todos.

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