Después le mostró la copia del mensaje que acababa de recibir por fax reexpedido desde Roma, donde había llegado hacia la una de la madrugada; a la misma hora en que él discutía con Bonafé en el vestíbulo del hotel Doña María. Pero el agente del IOE no le contó nada de eso al padre Óscar, ni tampoco que, como en la ocasión anterior, el equipo del padre Arregui pudo desviar al intruso hacia un archivo paralelo, donde dejó su mensaje creyendo hacerlo en el ordenador personal del Santo Padre. Rastreada su señal por el padre Garofí, ésta llevó a los jesuitas hasta la línea telefónica de El Corte Inglés, en el centro de Sevilla, donde el pirata había hecho un bucle electrónico para disimular su rastro.
El templo del Señor es campo de Dios, es edificación de Dios. Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él. Porque el templo de Dios es santo.
– Primera a los Corintios -dijo el padre Óscar, devolviéndole el papel a Quart.
– ¿Sabe algo de esto?
El vicario se lo quedó mirando, el aire abatido, a punto de decir algo. Sin embargo se limitó a mover la cabeza, negativo, mientras tomaba asiento a su lado.
– Usted sigue disparando a ciegas -dijo por fin.
Se quedó callado un rato y luego torció la boca:
– No es tan bueno como decían -añadió.
Quart se guardó el mensaje de
– ¿Cuándo se marcha?
– Mañana por la tarde.
– Creo que su nuevo destino es un mal sitio.
– Es peor -sonreía con tristeza-. Allí llueve día y medio al año. Igual daba que me desterrasen al desierto de Gobi.
Miraba de soslayo a su interlocutor, casi atribuyéndole la culpa. Quart alzó una mano para mostrar la palma vacía.
– Yo soy ajeno a eso -dijo suavemente.
– Lo sé -Óscar Lobato se pasó los dedos por el pelo, hacia atrás, y quedó un poco en silencio, mirando la lamparilla encendida del altar-. Es monseñor Aquilino Corvo en persona quien me ajusta las cuentas. Considera que lo he traicionado -soltó una risita malhumorada y se volvió hacia Quart- ¿Sabe?… Yo era un joven sacerdote de confianza, con un futuro por delante. Eso lo decidió a colocarme junto a don Príamo, como secante. Y en vez de ser un topo del Arzobispado, me pasé al enemigo.
– Alta traición -apuntó Quart.
– Eso es. Hay ciertas cosas que la jerarquía eclesiástica no perdona jamás.
Quart asintió. De eso podía él dar fe.
– ¿Por qué lo hizo?… Usted sabía mejor que nadie que era una batalla perdida.
El vicario cruzaba los píes sobre el reclinatorio de madera del banco, mirándose las zapatillas.
– Creo que ya contesté a esa pregunta durante nuestra ultima conversación -las gafas le resbalaban sobre el puente de la nariz, y eso acentuaba su aspecto inofensivo-. Tarde o temprano don Príamo será apartado de la parroquia y llegará el tiempo de los mercaderes… La iglesia será derribada y sobre su túnica echarán suertes -se reía del mismo modo oscuro que antes, la mirada fija ante sí-. Lo que ya no tengo tan claro es que la batalla esté perdida.
Emitió un largo suspiro muy bajo, preguntándose si hablar con Quart de todo aquello servía para algo. Después alzó la mirada hasta el altar y la bóveda, y se quedó así, inmóvil. Parecía muy cansado.
– Hasta hace sólo un par de meses yo era un clérigo brillante -añadió por fin-. Bastaba con mantenerse pegado al sillón del arzobispo y tener la boca cerrada… Pero aquí descubrí mi dignidad como hombre y como sacerdote -miraba alrededor y parecía encontrar en las paredes cubiertas de andamios razones ocultas para su discurso-… Es paradójico, ¿verdad?, que eso me lo enseñara un viejo párroco detestable en su aspecto y maneras; un cura aragonés, testarudo como una mula, aficionado al latín y a la astronomía -se recostó en el banco, cruzando los brazos, vuelto de nuevo a Quart-. Lo que son las cosas. Antes el destino que me espera habría supuesto una tragedia. Hoy lo veo de otro modo. Dios está en cualquier parte, en cualquier rincón porque va con nosotros. Y Jesucristo ayunó cuarenta días en el desierto. Monseñor Corvo no lo sabe, pero es ahora cuando siento de verdad que soy sacerdote, con una razón para luchar y resistir. Con el destierro sólo consiguen hacerme más combativo y más fuerte -acentuó la sonrisa desesperada, triste-. Me acaban de acorazar la fe.
– ¿Es usted
El padre Óscar se había quitado las gafas y las limpiaba en su camisa. Los ojos miopes miraban a Quart con recelo.
– Sólo le importa eso, ¿verdad?… La iglesia, el padre Ferro, yo mismo, le damos igual -chasqueó la lengua, despectivo-. Usted tiene su misión.
Limpió lentamente un cristal y luego el otro, distraído, cual si el pensamiento discurriese lejos.
– Quién sea
Quart sonrió con escasa simpatía:
– ¿Qué edad tiene usted? ¿Veintiséis?… En su caso, eso se quita con los años.