A la luz del farol de la calle, el periodista intentaba recomponer su dignidad. Le temblaban las manos y estaba despeinado, blanco de humillación e ira.
– Aún no he terminado con usted -articuló por fin. La voz se le rompía en un sollozo casi femenino-. Hijoputa.
No era la primera vez que lo llamaban aquello, así que Quart se encogió de hombros. Después, desentendiéndose del asunto, dio media vuelta para cruzar el vestíbulo rumbo a su habitación. Detrás del mostrador de recepción, todavía con una mano cerca del teléfono -un poco antes consideraba la posibilidad de llamar a la policía-, el conserje de noche tenía los ojos abiertos como platos. Ver para creer, decía su mirada, mezcla de estupefacción y de respeto. Vaya con el cura.
Aparte la inflamación y los rasguños en los nudillos de la mano derecha, Quart podía mover la articulación sin dificultad. Así que, maldiciendo en voz alta su estupidez, se quitó la chaqueta y fue hasta el cuarto de baño para lavar la herida con Multidermol. Después aplicó sobre la mano un pañuelo con todo el hielo que pudo conseguir en el minibar de la habitación. Estuvo así un rato ante la ventana, mirando la plaza Virgen de los Reyes y la catedral iluminadas tras el alero del Arzobispado, sin poderse quitar a Honorato Bonafé de la cabeza.
Cuando el hielo terminó de fundirse, la mano ya no estaba tan mal. Se acercó entonces a su chaqueta y sacó cuanto había en los bolsillos, ordenándolo sobre la cómoda antes de colgar la prenda en una percha del armario: cartera, estilográfica, tarjetas para notas, pañuelos de celulosa, monedas sueltas. La postal del capitán Xaloc quedó boca arriba, mostrando la vieja foto amarillenta de la iglesia, el aguador con su borrico diluido igual que un fantasma en el halo blanquecino que bordeaba la ilustración. Y la imagen, la voz, el olor de Macarena Bruner, acudieron de pronto; roto el dique donde aquello esperaba el momento de desbordarse. La iglesia, su misión en Sevilla, Bonafé, quedaron de pronto difuminados como la silueta del aguador evanescente, y todo fue sólo ella: su media sonrisa en la penumbra de los muelles del Guadalquivir, el reflejo de miel en los ojos oscuros, el olor tibio de su cercanía, la piel del muslo donde Carmen la cigarrera liaba hojas de tabaco húmedo bajo la falda arremangada y revuelta… Macarena desnuda en una tarde calurosa, contraste sobre sábanas blancas y el sol filtrándose en rayas horizontales entre las persianas, con minúsculas gotas de sudor en la raíz del pelo negro, y en el pubis oscuro, y en las pestañas.
Seguía haciendo mucho calor. Era casi la una de la madrugada cuando abrió la ducha y se desnudó despacio, dejando caer la ropa a sus pies. Y mientras lo hacía, el espejo del armario le devolvió la imagen de un desconocido. Un tipo alto de mirada sombría que se despojaba de los zapatos, los calcetines y la camisa, y después, con el torso desnudo, se inclinaba para soltar el cinturón y hacer que los pantalones negros se deslizaran hasta el suelo. El calzón de algodón blanco bajó por los muslos, descubriendo el sexo excitado por el recuerdo de Macarena. Por un instante Quart observó al extraño que lo miraba con atención desde el otro lado del espejo. Delgado, el vientre plano, las caderas estrechas, los pectorales marcados, firmes, como la curva de los músculos en los hombros y en los brazos. Tenía buen aspecto aquel individuo silencioso como un soldado sin edad y sin tiempo, desprovisto de su cota de malla y de sus armas. Y se preguntó para qué diablos le servía aquel buen aspecto.