Читаем La piel del tambor полностью

– No me haga reír. Mis hijos habrían sido extraterrestres sentados frente a una pantalla de ordenador, vestidos como en las comedias yanquis de la tele; y el nombre del capitán Xaloc les iba a sonar a serie de dibujos animados -lanzó el cigarrillo a la corriente del río, y Quart siguió con los ojos la trayectoria de la brasa hasta que desapareció en el agua-. Así que voy a ahorrarme ese final. Lo que haya de morir morirá conmigo.

– ¿Y su marido?

– No lo sé. De momento ya lo ha visto; en buena compañía -dejó escapar una breve carcajada, tan despectiva y cruel que Quart deseó no ser nunca objeto de una risa como aquélla-. Hagámosle pagar todas sus facturas… Después de todo, Pencho es ese tipo de hombre al que le gusta dar con los nudillos en la barra y luego salir con la cabeza muy alta -inclinó la frente, y el gesto parecía un augurio, o una amenaza-. Pero esta vez la cuenta va a ser muy alta. Demasiado cara.

– ¿Todavía tiene posibilidades?

Se volvió a estudiarlo con extrañeza burlona:

– ¿Con quién? ¿Con su negocio de la iglesia? ¿Con la ordinaria de las tetas grandes?… ¿Conmigo? -al moverse en la sombra, los ojos oscuros reflejaban luces distantes, palidez de claro de luna-. Cualquier hombre las tendría antes que él. Incluso usted.

– A mí déjeme fuera de esto -dijo Quart. Su tono debió de ser convincente, pues ella ladeó un poco la cabeza, interesada.

– ¿Por qué dejarlo fuera? Sería una hermosa venganza. Y agradable. Al menos eso espero.

– ¿Una venganza contra quién?

– Contra Pencho. Contra Sevilla. Contra todo.

La sombra silenciosa y chata de un remolcador pasó río abajo, recortándose en el contraluz de la otra orilla. Al rato les llegó un sordo rumor de máquinas que no parecían provenir del barco, como si éste se deslizara sin ayuda por la corriente.

– Parece un buque fantasma -dijo ella-. Igual que la goleta en que se fue el capitán Xaloc.

La única luz visible de la embarcación, el solitario fanal de babor, iluminaba en rojo su rostro. Lo siguió con la vista hasta que ya en el recodo del río empezó a virar y apareció también la luz verde del otro costado. Luego la roja fue ocultándose despacio, y sólo quedó el diminuto rastro verde empequeñeciéndose hasta desaparecer por completo.

– Viene en noches así -añadió, al cabo de unos instantes-. Con esta luna. Y Carlota se asoma a su ventana. ¿Quiere ir a verla?

– ¿A quién?

– A Carlota. Podemos acercarnos hasta el jardín, y esperar. Como cuando yo era niña. ¿No le gustaría acompañarme?

– No.

Lo miró largamente en silencio. Parecía sorprendida.

– Me pregunto -dijo después- de dónde saca usted esa maldita sangre fría.

– No es tan fría como cree -y Quart se echó a reír, bajito-. En este momento me tiemblan las manos.

Era cierto. Tenía que contenerse para no rodear con ellas la nuca de la mujer, bajo la cola de caballo, y atraerla hacia él. Sangre de Dios. Desde algún lugar remoto en su conciencia le llegaban las carcajadas de monseñor Paolo Spada. Criaturas abominables, Salomé, Jezabel. Invención del Maligno. Ella acercó una mano y la enlazó con los dedos de Quart, comprobando que el temblor era real. La mano estaba cálida y tibia, y por primera vez no se tocaron estrechándolas en un saludo. Entonces Quart se desasió suavemente, y golpeó muy fuerte, con el puño, el banco de piedra donde estaban sentados. El dolor le llegó hasta el hombro como un estallido.

– Creo que es hora de regresar -dijo, poniéndose en pie.

Ella le miraba la mano y luego la cara, desconcertada. Después se levantó sin decir palabra y ambos caminaron despacio hasta el Arenal, evitando cuidadosamente rozarse el uno al otro. Quart se mordía los labios para no gemir de dolor. Sentía la sangre gotear por sus dedos, desde los nudillos maltrechos.


Hay noches que son demasiado largas, y aquélla no había terminado. Cuando Quart llegó al hotel Doña María y recibió la llave de manos de un soñoliento conserje, Honorato Bonafé estaba sentado en un sillón del vestíbulo, esperándolo. Entre los muchos rasgos desagradables de aquel individuo, pensó malhumorado el sacerdote, se contaba el de aparecer en los momentos más inoportunos.

– ¿Podemos hablar un momento, padre?

– No. No podemos.

Con la mano herida dentro del bolsillo y la llave en la otra, Quart hizo ademán de seguir camino al ascensor; pero Bonafé le cortó el paso. Sonreía del mismo modo viscoso que en su anterior entrevista. También llevaba idéntica ropa, un arrugado traje beige y el bolso sujeto a la muñeca por una correa. Quart miró desde arriba el pelo lacado de peluquería del periodista; la prematura papada y los ojos pequeños y astutos que lo observaban. Nada de lo que hubiese llevado hasta allí a aquel individuo podía ser bueno.

– He estado investigando -dijo Bonafé.

– Largúese -repuso Quart, dispuesto a pedirle al conserje que lo echase de allí.

– ¿No le interesa saber lo que yo sé?

– Nada que tenga que ver con usted me interesa.

Bonafé fruncía los labios húmedos con aire dolido, manteniendo aquella sonrisa obsequiosa y ruin a un tiempo.

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