Читаем La piel del tambor полностью

El Potro se había quedado muy quieto, como si el árbitro acabase de ordenarle que no agachara tanto la cabeza, y observaba a don Ibrahim de hito en hito. De pronto cerró la tapa de la cámara de golpe.

– ¿Qué es lo que había que rebobinar? -preguntó suspicaz, alzando una ceja.

Con el carrete nuevo en una mano y el puro en la otra, don Ibrahim lo estuvo mirando un rato largo:

– Anda la hostia -dijo.


Caminaron en silencio hasta el Arenal. Quart comprobó que Macarena se volvía a mirarlo de vez en cuando, pero ni ella ni él dijeron nada. Tampoco es que hubiera mucho que decir, salvo aclarar las dudas del sacerdote sobre el encuentro con el marido: casual o intencionado. Pero, imaginó, eso no llegaría a saberlo nunca.

– Por aquí se fue -dijo al fin Macarena, cuando llegaron al río.

Quart miró alrededor. Estaban al pie de la antigua torre árabe llamada del Oro, bajando por una ancha escalinata hacia los muelles del Guadalquivir. No había un soplo de brisa, y la luz de la luna inmovilizaba las sombras de las palmeras, las Jacarandas y las buganvillas.

– ¿Quién?

– El capitán Xaloc.

La orilla se veía desierta, con los barcos de turistas oscuros e inmóviles, amarrados a sus bolardos junto a los pontones de hormigón. El agua negra reflejaba las luces de Triana en la ribera opuesta, delimitada por faros de automóviles sobre los puentes de Isabel II y San Telmo.

– Este era el antiguo puerto de Sevilla -dijo Macarena. Llevaba la chaqueta sobre los hombros y seguía estrechando su bolso de cuero contra el pecho-. Hace sólo un siglo, aquí atracaban buques de vapor, veleros… Aún había restos de lo que fue el gran centro del comercio con América, y los barcos zarpaban para irse por el río hasta Sanlúcar y después a Cádiz, antes de cruzar el Atlántico -dio unos pasos y se detuvo junto a una de las escaleras que descendían hasta el agua oscura-. En viejas fotos de la época se ven bergantines, goletas, chalupas y todo tipo de embarcaciones amarradas a las dos orillas… Del otro lado quedaban los botes de pescadores, y unos con toldos blancos que traían a las cigarreras de la Fábrica de Tabacos desde Triana. Aquí, en este muelle, estaban los tinglados del puerto, las grúas y los almacenes.

Se quedó en silencio mirando arriba el paseo del Arenal, la cúpula del teatro de la Maestranza, los edificios modernos que se interponían entre ellos y la torre de la Giralda, iluminada a lo lejos, y el oculto Santa Cruz.

– Parecía un bosque de mástiles y velas -añadió, al cabo de un instante-. Ese era el paisaje que Carlota divisaba desde la torre del palomar.

Habían vuelto a pasear bajo la sombra lunar de los árboles, a lo largo del muelle. Una pareja de jóvenes se besaba en el círculo de luz de un farol de hierro, y Quart vio a Macarena mirarlos con sonrisa pensativa.

– Parece sentir nostalgia -dijo él- de una Sevilla que nunca conoció.

Se acentuó la sonrisa de la mujer, un momento antes de que su rostro volviese a quedar en penumbra.

– Se equivoca. La conocí muy bien. Y la conozco. He leído y he soñado mucho en torno a esta ciudad. Unas cosas me las contaron mi abuelo y mi madre. Otras no me las ha contado nadie -se tocó la muñeca, allí donde debía latirle el pulso-. Las siento aquí.

– ¿Por qué eligió usted a Carlota Bruner?

Macarena tardó unos pasos en contestar.

– Me eligió ella a mí -se volvía un poco hacia Quart-. ¿Creen los sacerdotes en fantasmas?

– No mucho. Los fantasmas son refractarios a la luz eléctrica, a la energía nuclear… A los ordenadores.

– Quizá sea ése su encanto. Yo sí creo, o al menos en cierta clase de ellos. Carlota era una joven romántica que leía novelas. Vivía entre algodones en un mundo artificial, a salvo de todo. Y un día conoció a un hombre. Me refiero a un hombre de verdad. Fue como si hubiera caído un rayo a sus pies, y ya jamás pudo resignarse. Por desgracia, Manuel Xaloc también se enamoró de ella.

A veces pasaban junto a la sombra inmóvil de un pescador sentado en el muelle, la brasa de un cigarrillo, el reflejo de luz al extremo de la caña y el sedal, un chapoteo en el agua tranquila. Un pez se agitaba sobre los adoquines del muelle, y la luna centelleó en sus escamas húmedas hasta que una mano oscura lo devolvió al cubo del que había escapado en su agonía.

– Hábleme de Xaloc -pidió Quart.

– Era un joven y pobre segundo oficial de treinta años, a bordo de uno de los vapores que hacían el recorrido Sevilla-Sanlúcar. Se conocieron durante un viaje que Carlota hizo con sus padres río abajo. Dicen que era también un hombre apuesto, e imagino que el uniforme contribuía a ello. Ya sabe que eso ocurre a menudo con los marinos, los militares…

Parecía a punto de añadir «y con ciertos sacerdotes», pero la frase quedó en el aire. Pasaban junto a un barco de turistas amarrado al muelle, negro y silencioso. A la luz de la luna, Quart alcanzó a distinguir su nombre: Canela Fina.

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