Читаем La piel del tambor полностью

El esbirro se reacomodó el pelo sobre el cráneo con la palma de la mano y miró alrededor. Desde su apostadero junto a la barra y la puerta podía ver la calle Placentines hasta la esquina, incluida la generosa porción de muslos de la tal Penélope que su escueta minifalda de lycra dejaba al descubierto bajo la mesa, junto a las piernas cruzadas de Pencho Gavira; que estaba en mangas de camisa, con la corbata floja y la chaqueta colgada en el respaldo de la silla porque la temperatura era agradable. A pesar de lo que estaba cayendo, Gavira tenía buen aspecto: todo repeinado con fijador y el caracolillo negro tras la oreja, buena planta y oliendo a dinero, el reloj de oro reluciente en la muñeca fuerte y morena. En el hilo musical del bar sonaba Europa, de Santana. Una escena feliz, apacible, casi doméstica. Y Peregil se dijo que todo parecía ir sobre ruedas. No había rastro del Gitano Mairena ni del Pollo Muelas, y el escozor de la uretra se le había ido con un frasco de Blenox. Y en ese momento, justo cuando estaba más relajado y tranquilo, prometiéndoselas felices en nombre de su Jefe y de él mismo -controlaba a un par de maduritas de buen ver sentadas al fondo, con las que ya tenía establecido contacto visual-, y encargaba otro whisky de doce años -tuelf years old, le había dicho al camarero con aplomo cosmopolita-, se le ocurrió pensar dónde estarían a esas horas don Ibrahim, el Potro y la Niña, y qué tal iban los asuntos que se traían entre manos. Según las últimas instrucciones se aprestaban a quemar un poquito la iglesia, lo justo para impedir la misa del jueves y dejarla fuera de servicio; pero no había resultados de momento. Sin duda tendría algún mensaje al llegar a casa, en el contestador automático. En eso pensaba Peregil, llevándose al gaznate el contenido del vaso que acababan de ponerle sobre el mostrador. Entonces vio doblar la esquina a la duquesa joven y al cura de Roma, y estuvo a punto de atragantarse con un trozo de hielo.

Se apartó un poco de la barra, acercándose a la puerta sin salir a la calle. Presentía una catástrofe. Por mucha Penélope y mucho busto que hubiera de por medio, no era ningún secreto que Pencho Gavira seguía estando celoso de su todavía legítima. Y aunque no hubiera sido así, la portada del Q+S y las fotos con el torero Curro Maestral daban motivos sobrados para que el banquero anduviese caliente, y mucho. Para más inri, aquel cura tenía una pinta estupenda, bien vestido, el aire saludable, con clase. Como Richard Chamberlain en El pájaro espino, pero en machote. Así que Peregil se echó a temblar, y más cuando detrás vio asomar la cabeza por la esquina, discretamente, al Potro del Mantelete con la Niña Puñales cogida del brazo. Al cabo se les unió don Ibrahim, y los tres socios se quedaron allí, desconcertados y disimulando de mala manera, y Peregil se dijo tierra, trágame. Eramos pocos y parió la abuela.


A Pencho Gavira la sangre le batía en las sienes cuando se levantó despacio, intentando dominarse.

– Buenas noches. Macarena.

Nunca actúes bajo el primer impulso, le había dicho una vez el viejo Machuca, cuando empezaba. Haz cosas que te diluyan la adrenalina, ocupa las manos y deja libre el pensamiento. Date tiempo. Así que se puso la chaqueta y la abrochó cuidadosamente mientras miraba los ojos de su mujer. Eran fríos como dos círculos de escarcha oscura.

– Hola, Pencho.

Apenas una mirada para la acompañante, un casi imperceptible rictus de desprecio en la comisura de la boca ante la falda ceñida y el escote comprimiendo aquel busto que era patrimonio nacional. Por un momento, Gavira dudó sobre a quién correspondía hacer reproches. Toda la terraza y el bar y la calle entera estaban mirándolos.

– ¿Queréis tomar algo?

Sus enemigos, muchos, podían decir de él cualquier cosa menos que era un hombre poco templado. Aún le quedaron arrestos para media sonrisa cortés, aunque tenía todos los músculos del cuerpo en tensión y un velo rojo descendía sobre su vista a medida que el martilleo le aumentaba en el cerebro, con la sangre golpeando fuerte en los oídos. Se arregló el nudo de la corbata y los puños de la camisa hasta mostrar los gemelos, mirando al cura en espera de las presentaciones. El dómine iba muy elegante, con un traje ligero negro cortado a medida, camisa de seda negra y alzacuello. Además era muy alto, el fulano. Casi dos palmos más que él. A Pencho Gavira le fastidiaban los altos. En especial cuando se exhibían de noche por Sevilla con su mujer. Se preguntó si estaría muy mal visto romperle la cara a un sacerdote en la puerta de un bar.

– Pencho Gavira. El padre Lorenzo Quart.

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