Entonces le detalló a Quart, ante un par de nuevas manzanillas, que Nuestra Señora de las Lágrimas era intocable mientras se dijera misa en ella por el alma de su antepasado Gaspar Bruner de Lebrija, todos los jueves -día de su fallecimiento en el año 1709- a las ocho de la mañana. Esa era la causa de que cada jueves pudiera verse en la última fila de bancos a un enviado del arzobispo y a un notario pagado por Pencho Gavira, al acecho ambos de una irregularidad o un descuido.
Quart no podía creer aquello, y ambos rieron juntos. Pero la risa de Macarena se extinguió antes que la suya:
– Parece infantil, ¿verdad? -se había puesto repentinamente seria-. Que todo dependa de esa estupidez -alzó la copa para llevársela a los labios, pero interrumpió el gesto a la mitad, dejándola de nuevo en el mostrador-. Cualquier otro sacerdote que no dijera misa o pasara por alto la fórmula condenaría la iglesia a la piqueta; y tanto el arzobispo de Sevilla como el Banco Cartujano habrían ganado la partida… Por eso tengo miedo a que, alejado el padre Óscar, intenten algo contra don Príamo.
Miraba a Quart con inquietud en apariencia sincera. Éste no sabía qué pensar.
– Eso es una barbaridad -argumentó por fin-. Monseñor Corvo no me es simpático, pero estoy seguro de que nunca toleraría…
Alzó ella una mano de forma irreflexiva, a punto de ponérsela sobre los labios. A Quart le extrañó no sentir el contacto. Macarena debió de interpretar su mirada, pues retiró la mano dejándola sobre la barra.
– No hablo del arzobispo.
Jugueteaba con el tallo de la copa de Quart. Y me estás liando, se dijo de pronto éste en sus adentros. Ignoraba si ella lo hacía por cuenta propia o ajena, si el objetivo consistía en seducir al mensajero o neutralizar al enemigo: pero lo cierto es que, so pretexto de hacerle ver el otro lado de la trinchera, lo que estaban consiguiendo entre unos y otros era que perdiera toda perspectiva. Necesitas algo a lo que asirte, pensó. Tu trabajo, la investigación, la iglesia, lo que sea. Datos y hechos aunque no sirvan para otra cosa. Preguntas y respuestas, cabeza tranquila. Serenidad como la que ella tiene y derrocha a cada instante, mujer instrumento del Maligno, faro de perdición, enemiga del género humano y del alma inmortal. Mantén la distancia o estás listo, Lorenzo Quart. ¿Cómo era aquello de monseñor Spada?… Si un clérigo lograba mantener el dinero lejos del bolsillo, y las piernas fuera de la cama de una mujer, tenía muchas posibilidades de salvar su alma. O lo que fuera.
– Volviendo a lo del dinero -dijo. Había que hablar, proponer preguntas aunque fueran inútiles. Él estaba allí para investigar, no para que la Carmen de la Tabacalera le pusiera los dedos en los labios-. ¿Han pensado en vender los cuadros que hay en la sacristía para proseguir las obras de restauración?
– Esos lienzos no valen nada. Ni siquiera el Murillo es un Murillo.
– ¿Y las perlas?
Lo miraba como si acabara de oír una estupidez enorme:
– También podría el Vaticano – sugirió- vender su pinacoteca y dar el dinero a los pobres.
Terminó su copa antes de buscar el billetero en su bolso y pedir la cuenta. Quart insistía en pagar, pero ella no lo permitió. El encargado se disculpaba con una sonrisa. Usted perdone, padre, doña Macarena es cliente, etcétera.
Salieron a la calle, donde un farol proyectó sus sombras alargadas. En los trechos con poca luz tomaba el relevo la luna, blanca y casi redonda entre las sombras de los aleros y los balcones que se acercaban sobre sus cabezas. Al cabo de un instante ella mencionó de nuevo las perlas, y al hacerlo parecía burlarse de Quart.
– Usted sigue sin comprender -dijo-. Son las lágrimas de Carlota. El testamento del capitán Xaloc.
En las calles estrechas resonaba fácilmente el eco de los pasos, así que los tres truhanes se mantenían a distancia de la pareja, relevándose en primera línea para no despertar sospechas: a veces don Ibrahim con la Niña Puñales, el Potro del Mantelete siguiéndolos más retrasado, y otras el Potro solo, o con la Niña del brazo -del sano, porque el quemado lo llevaba en cabestrillo-, siempre en contacto visual con el cura y la duquesa joven. La tarea no resultaba fácil, pues el trazado de Santa Cruz era irregular, con muchas vueltas, revueltas y pasajes sin salida. En una ocasión los tres socios tuvieron que quitarse de enmedio y retroceder a toda prisa corriendo de puntillas entre las sombras, presas del pánico, cuando Quart y Macarena llegaron hasta una placita cerrada y volvieron sobre sus huellas tras quedarse allí un par de minutos, conversando.